viernes


8

     La joven subió los peldaños de la elegante escalera de madera con una gran bandeja de plata entre sus manos, llevando en ella una taza de té caliente junto a un recipiente con terrones de azúcar y dos tostadas con pocillos de fino queso suizo y mermelada de ciruela. Golpeó suavemente la puerta una vez. Esperó. Golpeó otra vez, con mayor entusiasmo. Sabía que el Sumo Pontífice había estado recluido toda la semana y tenían expresas órdenes de no molestarlo. A sus pedidos, la novicia acudía inmediatamente, pero siempre con reserva y paciencia. Se sorprendió de que esta vez no respondiera, era la hora del desayuno. El sol comenzaba a aparecer en los últimos destellos del lluvioso otoño romano. 

“¿Se habrá quedado dormido?”, pensó. Sabía que tenía prohibido entrar en el cuarto sin autorización, pero también sabía que recibiría una reprimenda del secretario en caso de que volviese con la bandeja llena. Joven e impaciente, la muchacha se decidió a abrir la puerta del cuarto. Pero su señoría no estaba en su cama. La misma se encontraba en perfecta posición sin haber sido desordenada, como si nadie hubiese dormido allí esa noche. El cuarto tenía sólo una luz encendida y la ventana completamente cerrada. El desagradable olor a encierro era total. En la casi completa oscuridad, la joven divisó una pequeña vela encendida. 

“El señor está rezando, por eso no escuchó los golpes”, pensó. Se dirigió con sigilo hacia la luz en la cual le pareció distinguir un cuerpo en el suelo. 

–Señor, lamento molestarlo, pero toqué la puerta varias veces y al no escuchar respuesta decidí entrar, aquí le dejo el... 

Jamás terminaría la frase.

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