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Matthieu Phillipe cruzó la Plaza de los Basilios. Todo era
tranquilidad en la noche. Miró su reloj de pulsera; habían
transcurrido casi diez minutos del nuevo día. Observó al frente.
Tenía tan sólo unos doscientos metros hasta el hotel. Había pasado
por el mismo lugar por la tarde, hacía apenas unas horas y todo era
bullicio y descontrol. Los niños salían del colegio, mientras sus
padres se empujaban para acercarse. El tránsito era puro caos.
Incluso muchos estacionaban en lugares en los que estaba
supuestamente prohibido, como la plaza, un espacio verde con
frondosos árboles y rodeado de bares y cafeterías. Lo que menos
necesitaba en sus vacaciones era descontrol. En el hotel le habían
ofrecido un guía turístico para recorrer la ciudad en bus pero
había preferido ir a dar una vuelta a pie, la mejor manera de
conocer un lugar. Pese a que había llegado al mediodía y había
estado todo el día recorriendo, no estaba siquiera un poco cansado.
No entendía a las personas que decían que se cansaban en sus
vacaciones. ¿Cómo podían decir eso? Es como decir que uno se canse
de disfrutar los fines de semana. Matthieu siempre encontraba la
manera de entretenerse, aunque estuviera solo. O más aún si lo
estaba. Había viajado en un vuelo de Air France desde Metz, con
escala en Lyon. Luego de casi dos horas de viaje, había llegado al
aeropuerto de Barajas, en Madrid. De allí había recorrido unos
doscientos kilómetros más en taxi hasta llegar a Salamanca, ya que
no logró encontrar un vuelo directo desde Metz hasta Salamanca. Un
colega francés le había comentado que el clima era muy duro aquí,
con temperaturas de más de 35 grados centígrados en verano e
inviernos muy crudos. Pero ya se había acostumbrado a soportar el
frío en Metz. Le dijeron que una buena época para visitar Salamanca
era el otoño. Fue por eso que acortó sus vacaciones de verano en
Francia, guardándose unos días para octubre. Si bien estaba en
pleno ciclo de clases, había conseguido un muy buen reemplazo para
que se ocupase de la cátedra y de algunos detalles respecto a la
organización del departamento de la materia.
Apenas había tocado tierra firme, había ido a visitar al pez gordo:
la Universidad. La Universidad Pontificia de Salamanca era
considerada la más antigua de las universidades hispanas existentes.
Fundada en 1218 por el Rey Alfonso IX de León, en el siglo XVII,
atrajo hacia sí una gran confluencia de estudiantes de todo el
ámbito peninsular, europeos e indianos. Matthieu se deleitó con su
fachada de estilo plateresco, se introdujo en el Museo de las
Escuelas Menores y observó “El Cielo de Salamanca”, la
emblemática obra del pintor Fernando Gallego, a la vez que observaba
el contrastante estilo gótico del rectorado. Pero el mayor atractivo
de la Universidad no era ni su arquitectura ni su museo. Era algo
mucho más simple. Tan simple como una rana. Sí, la incomprensible
rana edificada sobre una de las calaveras esculpidas sobre el
edificio y que se mimetizaba con el color de su fachada, estaba
plagada de historia y leyendas a su alrededor y constituía por sí
sola uno de los principales atractivos de la ciudad. Como no existía
unanimidad en cuanto a su significado, se manejaban distintas
hipótesis: La primera sostenía que el estudiante que en su primera
visita no la lograba distinguir, jamás iba a poder recibirse. Otros
opinaban que la rana era simplemente la firma del autor que labró
las calaveras, ya que era costumbre entre los tallistas dejar su
nombre en forma de símbolo. Pero la tercera y más firme teoría
sotenía que la mayoría de las esculturas que se realizaban en esa
época eran simbólicas y con ellas el artista quería transmitir las
enseñanzas bíblicas. A lo largo de los tiempos, las ranas se han
asociado con espíritus inmundos, con la tentación sexual y el
pecado capital de la lujuria. Al estar apoyada sobre una calavera,
intentaría dar un mensaje a todo aquel que pasase por allí que no
sería otro que seguir por el camino de la tentación llevaba a la
muerte.
Rodeando la Universidad, sobre la calle Compañía, Matthieu compró
algunas baratijas para llevarse de recuerdo, hasta que le entró
hambre. Le dijeron que siguiera hasta llegar a la calle de Prior, que
doblase a la derecha hasta Espoz y Mina, y que luego derecho,
ignorando el Pasaje de los Ahorros y el Pasaje Coliseum y antes de
llegar a la Plaza Libertad, encontraría el mejor restaurante de la
ciudad: Chez Víctor. Pero como eran las 15:30 horas y estaban
cerrando, se conformó con el que estaba a escasos metros. En la “La
Hoja” probó una parrillada de morucha con zanahorias y chocolate.
La carne de morucha tenía un gusto diferente a lo que había
probado, pero a la vez exquisito, su color era más oscuro que otras
carnes como la de ternera.
Con el estómago lleno y con ganas de descansar un rato en el hotel,
volvió por la calle Compañía, pero sin querer se
desvió hacia la Plaza Antigua y apareció en la calle Jesús.
Llegando a San Pablo se encontró con la Torre de los Anaya. Pensó en entrar
a conocerla, pero le habían recomendado que no se perdiese una obra
que daban en el Teatro Liceo, a unos ochocientos metros del hotel.
Entonces emprendió el camino de vuelta al hotel para pegarse una
buena ducha. En el trayecto le sorprendió ver la gran cantidad de
cigüeñas en los tejados de las catedrales y en otros monumentos.
Luego de asearse, se quedó un rato mirando la televisión recostado
y cuando miró la hora pensó en que al Teatro podía ir en otra
ocasión, no tenía por qué hacerlo todo el primer día. Se preparó
para bajar a comer al restaurante del hotel, ¡Pero qué más daba!
Prefirió seguir conociendo la ciudad. La comida de los restaurantes
de los hoteles siempre era más cara y de menor calidad que la que se
podía conseguir en la calle.
***
Un rayo luminoso procedente de un objeto atravesó un prisma óptico.
Fue desviado dos veces en ángulo recto por reflexión total e
invertida la posición relativa que pie y cabeza del objeto guardaban
entre sí. El prisma revirtió la imagen de izquierda a derecha y
otro lo hizo de arriba hacia abajo. En una millonésima de segundo,
la pupila del ojo aumentó a 8 mm. para regular la luminosidad.
Estaban en marcha sus prismáticos digitales Nighthawk, con ángulo
de visión de 7 grados, telémetro para estabilizar el movimiento y
ampliación de 5.0. El grado binocular para calcular la distancia
existente con el objeto visto no poseía margen de error: 110 metros.
Calculó que al paso que traía el individuo en 70 segundos lo iba a
tener en su punto de disparo. “Tiempo más que suficiente”.
Dejó los binoculares en el suelo y lamentó no haber sido jamás un
buen observador. Pero eso no lo amedrentaba, su vida no había sido
fácil. Nacido en Puerto Rico e hijo de una madre boricua y un padre
norteamericano, Patrick Kearney había emigrado con sus padres de
pequeño a los Estados Unidos, asentándose en el Bronx. Era un muy
buen alumno en la escuela. Cuando terminó, pensó en estudiar alguna
carrera en la Universidad, en graduarse en Política, o bien en
Sociología. Pero sus padres no podían costeársela. Entonces pidió
una beca en la Universidad de Nueva York suponiendo que sus altas
notas del colegio servirían como respaldo. La desilusión fue grande
cuando se enteró de que la Universidad no pretendía dar becas a
muchachos con ansias de estudiar, sino de hacer deporte. Y él nunca
había sido bueno para eso. Cuando pensó en acudir a la Universidad
Pública de la Ciudad de NY, la catástrofe golpeó a su puerta. Una
tarde, mientras regresaba a su casa luego de llenar las solicitudes
de ingreso, oyó gritos desesperados que provenían de la
inconfundible voz de su madre. Al entrar, la vio tirada en el suelo
con el teléfono en la mano, en un estado de total paroxismo. Su
padre, que trabajaba como constructor, se encontraba realizando un
techo de madera transitable. Un obrero no reforzó las maderas
debidamente y la estructura se vino abajo. El obrero se quebró las
piernas pero salvó su vida milagrosamente. No tuvo la misma suerte
su padre, que se desmoronó a la planta baja, cayendo sobre los finos
vidrios que esperaban para ser colocados en la fachada. Esos
cristales no sólo acabaron con la vida de su padre, sino que
hicieron añicos su futuro. Su madre nunca pudo reponerse del suceso
y se sumergió en una depresión. El padre tenía el seguro de riesgo
vencido desde hacía dos meses y el estado no le otorgó una pensión
por considerar que había incurrido en una negligencia. Como no
tenían dinero para pagarle a un buen jurista, solicitaron asistencia
letrada estatal, pero un abogado sin demasiado entusiasmo dejó
vencer los plazos. Y entonces tampoco tuvieron dinero para costear un
servicio de salud y pasaron a formar parte de los cincuenta millones
de personas que existían en el país sin un seguro médico. Y eso en
Estados Unidos era casi lo mismo que decir que uno quedaba a merced
de la nada. Salas de emergencia abarrotadas de gente, médicos
contratados de hospitales privados que asistían de mala gana, pocos
especialistas y ciento treinta mil puestos de enfermeras vacantes que
intentaban ser cubiertos por practicantes traídos de la India o
Nigeria que a duras penas entendían el idioma. Sin la debida
atención para tratar su depresión, su madre empeoró. La internaron
en el Bellevue, el hospital público más viejo de América. Pero la
situación siguió complicándose y ya no disponían allí del
equipamiento necesario para tratar su salud mental. Fue entonces que
le indicaron que debía asistir a algún centro privado. Patrick
consiguió trabajo como empleado en un comercio pero el sueldo apenas
le bastaba para comer. Nadie pagaba demasiado por un joven de
dieciocho años sin experiencia laboral. Luego de recorrer toda la
ciudad y cuando Patrick se encontraba ya al borde de la
desesperación, un volante llamó su atención.
“¡¡Joven con vocación patriota, defiende tu país!! Buen
salario, obra social y expectativas para tu futuro”.
Lo demás sucedió todo muy rápido. Un fuerte entrenamiento por la
mañana y clases por la tarde. Patrick no era de los mejores en la
parte física, tampoco de los más fuertes. Ni siquiera era rápido
para vestirse o para limpiar sus botas. Cuando tomaron clases de
observación a distancia, sus problemas se acrecentaron. Pero todo
cambió cuando llegaron las armas. La primera vez que entró en
contacto con una sintió que era bueno. Mientras sus compañeros
luchaban por colocar las balas, el comandante asombrado miraba la
rapidez con la que Patrick cargaba y descargaba su rifle de práctica.
Luego vino el entrenamiento de tiro y allí comprobó que no era
solamente bueno, sino que había nacido para ello. Podía acertar los
diversos blancos disparando a grandes distancias sin ningún
inconveniente. Pocos días después, su capitán le ofreció
pertenecer al cuerpo especial de la armada y recibir la instrucción
necesaria para convertirse en un disparador de élite, es decir, un
francotirador.
***
Matthieu era particularmente ahorrativo, sólo
gastaba su dinero en viajes, comida y arte. Eso era todo para él.
Pero ahora al frente de la cátedra de Metz contaba con un buen
sueldo, y si bien no era para andar despilfarrando, sí podía darse
algunos caprichos. No compraba artefactos eléctricos. No le
interesaba la tecnología, como al resto de sus alumnos a los cuales
a veces les tenía que pedir que por favor se quitaran los
auriculares en clase o apagasen sus teléfonos móviles.
“Nos pasamos la vida intentando consumir, pero jamás nos
detenemos a pensar que somos nosotros los que nos consumimos”.
Apenas tenía un viejo celular Motorola que se lo habían regalado
sus amigos cansados de no poder contactarlo y con el que jamás había
mandado un mensaje de texto. Sólo lo usaba para recibir y realizar
llamadas. Que ni siquiera eran tantas tampoco (para pedirle alguna
referencia a algún colega de Sociología cuando tenía que
complementar sus clases con datos estadísticos o quizás a sus
colegas del departamento de Historia, con los que se juntaba para
llevar a cabo una comisión de estudios).
Pasó por delante del Museo del Convento de San Esteban, bordeando la
Plaza del Con- cilio de Trento, recordatorio de la Asamblea que el
Papa Juan III convocó en el siglo XVI como respuesta para resolver
el problema de la reforma protestante que estaba debilitando podero-
samente a la Iglesia. En aquel Concilio se habían establecido
diversos acuerdos, todos de una extrema dureza, como el dogma del
pecado original, la existencia del purgatorio y la prohibición del
concubinato de los eclesiásticos. Eso, junto con la Inquisición y
las guerras de religión como las cruzadas, detuvo el avance del
protestantismo, a la vez que marcó el período más oscuro de la
religión católica.
“Invadir un país para encubrir los problemas internos”. Matthieu
no pudo dejar de pensar en el carácter cíclico de la historia.
Mientras el viento golpeaba en su cara, apuró el paso. Lo que más
le había atraído a la hora de hospedarse allí era que el hotel se
encontraba en el centro histórico de la ciudad, desde donde podía
movilizarse sin necesidad de ningún tipo de transporte más que sus
piernas. El San Esteban era un lujoso hotel de cinco estrellas donde
costaba 120 euros pasar la noche, un antiguo convento dominico
reconstruido que sabía conservar el estilo y el lujo del siglo XVI
sin perder de vista las comodidades actuales. Según la historia,
Colón se habría hospedado en este convento cuando llegó a la
ciudad para defender ante los geógrafos de la Universidad de
Salamanca la posibilidad de llegar a las Indias navegando hacia
Occidente. Su fachada estaba compuesta por la portada de la Iglesia,
uno de los ejemplos más bellos del estilo plateresco. En su centro
se representaba el tormento de San Esteban, el primer mártir
cristiano. Esteban era un judío que en el primer siglo de nuestra
era predicaba la noticia de Cristo resucitado y convertía al
cristianismo a muchos de sus compatriotas. Al ver esto, los ancianos
de las sinagogas comenzaron a discutir con él y fueron derrotados en
sus discursos. Entonces lo acusaron por blasfemia de Dios ante el
gran Sanedrín, que funcionaba como una corte suprema integrada por
setenta y un sabios de Israel. Cuenta la historia que el santo se
defendió pronunciando un discurso ante los miembros en el cual les
echó en cara su eterna oposición ante los profetas y enviados de
Dios e incluso los culpó de haber matado al más importante de
todos, su hijo Jesús. Los que lo escuchaban se taparon los oídos
lanzándose inmediatamente sobre él y entre gritos y empujones lo
llevaron tras las murallas. Los verdugos le quitaron las ropas y se
las dieron a un joven llamado Saulo, un enviado del Sanedrín. Luego
de que este diera la orden, comenzaron a apedrearlo. Cuando todos
pensaron que intentaría defenderse, San Esteban, con su cuerpo
bañado en sangre, se arrodilló y mirando al Monte de los Olivos,
donde Jesús había sido crucificado un año antes, dijo:
“Domine Iesu, suscipe spiritum deum”.
“Señor Jesús, recibe mi espíritu”.
Todos quedaron absolutamente maravillados. Se dice que fue tan
impactante la escena, que hasta el mismo Saulo, un eterno perseguidor
de los cristianos, comenzó a dudar de la supuesta inexistencia de
Jesús.
Mientras Matthieu se acercaba por San Buenaventura hasta la
intersección con San Pa- blo, sintió un leve escalofrío que le
recorrió su espalda, que atribuyó al frío. Fue un instante. Luego
se subió la solapa de su saco y se apresuró a caminar los metros
que lo separaban del hotel.
***
Con sus binoculares, volvió a
observar al sujeto de saco marrón que se aproximaba por San
Buenaventura.
¿Cuatro millones de dólares por un disparo? ¿Qué tan
importante era ese sujeto para valer tanto?, pensó Patrick.
Sigilosamente, tomó su bolso y se internó en la Plaza Carvajal
hasta llegar a la Plaza de los leones. Desde allí tendría el tiro
recto para cuando el sujeto ingresara hacia el lujoso hotel en donde
se hospedaba. Abrió su bolso y extrajo su fusil M-16A2, el mejorado
fusil estándar del ejército de los Estados Unidos. Aunque tenía
capacidad para treinta balas de 5.6 mm., solía alimentarlo con
solamente veintiocho, para evitar que el arma se encasillase. Pero en
esta ocasión no iba a ser necesaria más que una. Contaba con un
calibre de 5.56 x 45 milímetros y estaba mejorado con láser
infrarrojo, reflector, visión nocturna y un cañón rugoso para una
mayor sujeción. Desactivó la opción de medida láser, no se iba a
permitir que ningún punto luminoso llegase a ser visto. Observó
entonces las ramas del árbol. No se movían. Vio cómo se levantaba
el polvo de la acera así como unos papeles. Estimó entonces un
viento de 15 nudos del nordeste. Calculó la elevación del terreno.
Los errores en la estimación podían reducir la fuerza del disparo o
incluso hacerlo fallar completamente. Observó por su mira y
recalibró el fusil. El sujeto no estaba a más de cincuenta metros.
Tomó un cabestrillo y envolvió su brazo izquierdo para reducir el
movimiento. A la distancia en la que estaba podía apuntar
directamente a la cabeza sin posibilidad de error. Esa bala le
volaría el cerebro. Pero no era la ocasión. Recordó cuando en
situaciones de rehenes solía apuntar al cerebelo del adversario, la
parte del cerebro que maneja los movimientos voluntarios, para
impedir un último movimiento del sujeto. Decidió apuntar entonces
al pecho, para dañar los tejidos y provocar la pérdida de sangre.
Mientras el sujeto se disponía a entrar en el
hotel, Patrick pegó su mejilla a la culata. Inspiró para reducir el
movimiento. Colocó el dedo en el gatillo con la parte hacia atrás,
para evitar que el arma se moviera. Cuando se disponía a apretar la
palanca, escuchó gritos. A veinte metros, vio cómo dos niños iban
corriendo por la plaza con la cara pálida y manchas rojas. Uno
portaba una calabaza en su cabeza. Los dos llevaban bolsas en sus
manos. Era 31 de octubre. Ya prácticamente primero de noviembre:
Halloween. Nunca imaginó que en España también se festejase. En
ese mismo instante el sujeto abrió las puertas del hall central y se
perdió de vista. Refunfuñó. Pero como todo disparador de élite,
tenía un segundo plan por si el primero fallaba. No podía esperar
hasta mañana para terminar con el trabajo. La orden había sido
estricta
“Tienes que realizar el trabajo durante el transcurso del día”.
Lentamente se arrastró por el pasto hacia atrás. Quería tener una
mejor perspectiva del edificio. Había calculado que en el improbable
caso de que errara el disparo, iba a tener una segunda oportunidad
muy clara. La ventana de la habitación donde se hospedaba el sujeto
daba hacia la calle. El mismo frente. Iba a ser un tiro con una
complicación mayor ya que debía calcular la elevación del terreno.
Pero nada que no pudiera realizar. El sujeto estaba en el segundo
piso. Diez metros. En instantes debía estar en su habitación. Sólo
debía esperar que se acercara a la ventana. Y las persianas estaban
completamente abiertas. Si pretendía dormir sin que le molestase la
luz de la calle, debía cerrarlas. En ese momento no fallaría.
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