viernes

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     Salvatore Ferrucci tenía un trabajo que a los ojos de los demás hubiese resultado extraño. Toda su existencia había sido un buscavidas. No había estudiado ninguna carrera universitaria e incluso le faltaba aprobar un par de materias para terminar la educación secundaria. Con veintiún años, su vida había tomado carriles más extraños de lo que jamás hubiese imaginado. De joven pensaba que estudiar no era lo suyo. No porque careciera de inteligencia, todo lo contrario. En la clase, siempre era el más cadpaz para diversas especialidades: las ciencias, los idiomas y las matemáticas. A diferencia de sus compañeros, que se pasaban muchas horas estudiando para alcanzar una nota que les permitiera aprobar, él no estudiaba, se presentaba a rendir con lo que recordaba de las clases. Sólo tenía un pequeño –gran– inconveniente: se dispersaba demasiado. De niño sus maestras se sorprendían de su capacidad a la vez que se fastidiaban por su falta de atención. No tenía inconvenientes para resolver problemas matemáticos, ni para realizar sus tareas, pero fallaba en labores que requerían mantener la atención por un tiempo prolongado. En la clase de matemática, mientras su profesor explicaba el teorema de Pitágoras, él dibujaba. En las clases de dibujo, él leía. Y así, cada vez que debía escuchar al maestro leer textos, su mente se iba para ya no volver. Todo le era monótono. A la media hora de comenzar con alguna tarea, se aburría, se cansaba y entonces la dejaba y emprendía otra. Hasta que un día todo se agravó. Llegó un punto en el cual no podía estudiar, no podía leer, no podía realizar sus tareas. La situación se volvió insostenible. Su profesora de cuarto grado le advirtió a su familia que de esa manera no podía aprobarlo. Iba a tener que repetir el curso. Sus padres, asustados, lo enviaron a maestros para que tomara clases particulares, lo pasearon por distintos médicos, y luego lo llevaron a realizar terapia. Pero nadie podía dar en el punto clave. Cansados y sin demasiada esperanza, se les ocurrió ir a un neurólogo. Este lo mandó a realizarse una tomografía que determinó que su cerebro trabajaba de una manera atípica. Tenía un déficit en la acción inhibitoria de ciertos neurotransmisores como la dopamina, la serotonina a nivel de la corteza prefrontal. Si bien no había podido determinarse si los problemas eran patológicos, sí en cambio que eran trastornos neurológicos de origen genético. Al escuchar todo eso por parte del médico, los padres se sentían cada vez más perdidos. ¿Su hijo sería un retrasado?  ¿Cómo iban a criarlo? Pero lejos estaba de eso. Luego de realizarse diversos test, el neurólogo determinó que su cociente intelectual era de 185, casi el doble de la media, que se encontraba en 100. Su enfermedad entonces ya tenía nombre. Poseía un TDAH o Trastorno por Déficit de Atención con Hiperactividad. El doctor les comentó que se había verificado que la gente que padecía este trastorno ponía en riesgo su vida en mayor manera que el resto al aumentar las posibilidades de sufrir por distracción un accidente en la vía pública, pero que etiquetar a los niños como mentalmente trastornados era falso y contraproducente y afectaba de esa manera a su autoestima y las relaciones con los demás, ya que inevitablemente se lo rotulaba como un ser “diferente” y no se lograba otra cosa que inducirlo a que se comportara como tal, como si se tratase de un adicto o un criminal. Pero sí en cambio se podía comenzar con alguno de los tratamientos más eficaces, que consistían en psicoestimulantes como el sulfato de anfetamina, los cuales se habían comprobado que modificaban positivamente los síntomas.

 “Drogas”. Eso fue todo lo que su madre necesitó escuchar. Ya bastantes experiencias negativas había tenido en su familia por las adicciones de su esposo a la bebida. 

“Mi hijo no es un retrasado. ¿Drogarlo de joven simplemente porque no podía mantener su atención en una cosa a la vez? No señor, de ninguna manera. ¿Y quién dijo que hay que realizar una sola cosa por vez? ¿Quién dicta que solamente hay que estudiar una sola profesión, realizar un solo trabajo? ¿El sistema de distribución capitalista quizá? Si seguro que la maestra que le da clases no tiene ni la mitad de la capacidad de mi hijo”, pensó. 

“Si mi hijo no puede adaptarse al sistema imperante, entonces quizás el entorno deba adaptarse a él”. No iba a permitir que modificaran su personalidad, que lo convirtieran en otro robot del sistema. 

Así creció Salvatore, bien lejos de la escuela, entre maestros particulares. Pese a los consejos de su médico, tuvo una completa educación autodidacta. Su madre pretendió potenciar todas sus facultades, imaginando que eso era lo mejor para el pequeño genio. Si su objetivo era no aislarlo del sistema, pues hizo todo lo contrario. Salvatore ya no iba cinco horas por día a un curso. Ahora tomaba clases con profesores particulares durante diez horas por día. Tenía horarios bien estrictos: clases de Matemáticas por la mañana, luego practicaba deportes, tenis y natación. Por la tarde aprendía los secretos y estrategias del ajedrez. Luego, algo de ciencias. Otros días economía, contabilidad, finanzas, idiomas y leyes. Salvatore ya no era un ser hiperactivo: ahora era un robot. No tenía la capacidad de decidir qué realizar ni cuándo. No tenía amigos. Con tan sólo diez años y una inteligencia de un joven de dieciocho, su madre razonó que podía rendir niveles más altos de la escuela, incluso dar todo el bachiller. Cuando a los once años sus educadores creyeron que ya estaba listo para rendir libre toda la educación secundaria, se lo comunicaron a su madre, quien lo inscribió en un instituto de adultos. Allí fue Salvatore, sin entender en donde había dejado olvidada su infancia. La madre había planificado todo a la perfección, pero no había reparado en lo más importante: su hijo aún era un niño. Y por más inteligente que pudiera llegar a ser, no se podían adelantar los plazos de maduración. En los exámenes escritos, Salvatore fracasó estrepitosamente. No entendía que hacía allí con personas que tenían cinco, seis y más años que él y que se habían preparado durante años para rendir. En las pruebas de literatura, no podía completar las oraciones. Los problemas de matemática más simples se habían vuelto criptogramas. Cuando tuvo que rendir el examen oral de lengua sucedió lo peor. Había comenzado bien con las oraciones y los verbos, parecía que su cerebro había comenzado a funcionar. Hasta que divisó a su madre tras un vidrio, observándolo. Y no pudo seguir hablando. Sus neuronas no podían realizar el mecánico pasaje entre lo que su razón representaba y lo que su boca quería pronunciar. El aire nunca llegó a su laringe y su cerebro entró en shock. Había sido demasiada presión. Y el que alguna vez fue considerado un niño “brillante” terminó orinándose enfrente de toda la clase. 

Con el paso del tiempo, Salvatore pudo salir adelante. La que jamás logró hacerlo fue su madre. Había gastado todos sus ahorros y empeñado todos sus bienes en el futuro de su hijo. Dos meses después, su corazón no aguantó. Con tan solo treinta y ocho años murió víctima de un infarto. Salvatore quedó al cuidado de su única abuela, la madre de su madre, que no estaba mucho mejor. A los catorce años el joven se dio cuenta de que se había convertido en un estorbo, su abuela contaba con una pensión de su esposo con la cual hacía malabares para darle un plato de comida. Los caldos con fideos y la polenta aguachenta se repetían incansablemente, día tras día. Cuando tenía quince años su abuela falleció por un cáncer terminal y entonces Salvatore se dio cuenta de que realmente estaba solo en el mundo. Y que tenía que hacer algo para ganarse el pan. Y ese niño mimado y absorbido por su madre, en lugar de deprimirse, creció de golpe. Debió salir a trabajar. Las leyes que había aprendido no tenían ningún sustento allá afuera. Para nada habían servido las clases de ciencia ni las de estrategia de ajedrez en ese mundo real. O al menos, eso pensaba. Tomó cuanto trabajo vio a su alcance: Limpió zapatos en la estación, vendió naranjas en la calle, cargó con bolsas en el puerto, dio clases de computación. Luego, consiguió trabajo de “barman” en Alpheus, una discoteca con capacidad para más de dos mil personas ubicada en Ostiense, uno de los 35 “quartieres” en los que se divide Roma. Allí se realizaban distintos espectáculos y se fusionaban diversos estilos (los martes había eventos artísticos destinados a los estudiantes, teatro y jazz los miércoles, conciertos los jueves, Dj´s en vivo los viernes, fiestas de la comunidad gay los sábados y días de tango y milonga los domingos, en donde la edad promedio del público aumentaba). 

Salvatore trabajaba duro, pero por lo menos podía descansar los lunes, día en que la disco cerraba. Para ese entonces, con dieciséis años, ya se había convertido en todo un hombre. Era alto, castaño y bien parecido. Tenía un cuerpo atlético y formado, sin un gramo de grasa, producto de la combinación de sus trabajos y de la escasa posibilidad de colmarse el estómago con comida. También se había convertido en un ser sumamente introspectivo. Aún no había perdido la virginidad y jamás había tenido demasiado contacto con las mujeres, tan sólo insignificantes charlas con algunas chicas que coqueteaban en la barra mientras le pedían que les preparase un trago. 

“¿Seré gay?”, pensaba cuando apoyaba la cabeza en su almohada, antes de conciliar el sueño. No había tenido la posibilidad de responderse cuando un domingo por la noche, en una de sus primeras semanas trabajando tras la barra y mientras limpiaba la licuadora, alguien lo rozó por detrás. Aún no se acababa de acostumbrar a que las mujeres, especialmente las maduras, lo cargosearan con cualquier excusa, intentando tocarle el pecho, los hombros o la espalda. Pero jamás un pellizco tan abajo. Ruborizado, con una sonrisa incontenible se dio media vuelta, para ver quién era la atrevida. Jamás hubiese imaginado con lo que se iba a encontrar.

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