viernes

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     Matthieu abrió los ojos y sintió un chispazo que lo dejó ciego por unos instantes. A medida que el auto disminuía la velocidad comprobó con un ojo lo que presentía: había llegado a una de las instituciones más extrañas y poderosas sobre la faz de la tierra: la Ciudad del Vaticano. Nacida del Tratado de Letrán de 1929, era reconocida universalmente como un ente soberano de derecho público. Situada sobre una colina al oeste del Río Tíber y completamente amurallada, el estado más pequeño del mundo era el poder supremo en cuestiones de una fe que profesaban cerca de setecientos millones de personas de todo el planeta y en donde se concentraba el más rico patrimonio artístico, superando a cualquier otro lugar conocido. Allí, donde no existían parlamentos ni división de poderes y el que la presidía tenía un poder que descendía de un dios, habitaban ochocientas personas, pero sólo una fracción poseía la ciudadanía y se estimaba que muy pocos pasaban las noches dentro de las murallas medievales que la rodeaban. La mitad de sus 44 hectáreas de superficie estaban ocupadas por sus espléndidos jardines. Aun así, quedaba espacio para cobijar a la segunda basílica más grande del mundo, cincuenta edificios con diez mil habitaciones, doce mil quinientas ventanas y mil escaleras, interminables galerías, veinte patios, seis templos, tres cementerios, cuatro oficinas postales, un hostal, cuatro cuarteles, un monasterio de clausura, un refugio de pobres, un puesto de bomberos, una imprenta, un auditorio, una estación ferroviaria, una librería, una farmacia, una fábrica de mosaicos, un taller de arreglo de tapices y hasta una cárcel. Lo que no sabían muchas de las más de cuatro millones de personas que lo visitaban anualmente era que El Vaticano se encontraba sobre una colina en la que veinte siglos atrás se levantaba el circo privado de Nerón, en donde para su diversión y la del pueblo, los cristianos solían ser usados como comida para alimentar a los leones. 

El sol brillaba en lo alto de Roma. La temperatura alcanzaba los 18 grados y parecía querer seguir en aumento. Matthieu movió su cabeza en forma circular mientras pasaba su mano sobre su cuello intentando aliviar sus músculos. Había dormido durante todo el viaje. Miró su reloj de pulsera. El minutero se esforzaba por alcanzar a la aguja horaria que lenta pero fielmente cumplía con su cometido. Las 11:55 am. Hacía tan sólo poco más de tres horas estaba en el aeropuerto de Matacán, en Salamanca, intentando descifrar cuál sería el avión privado del Vaticano. Y hacía tan sólo tres cuartos de hora ese mismo avión había aterrizado en el Aeropuerto de Fiumicino, en Roma, en donde lo había estado aguardando un coche azul marino en cuya placa se leía la inscripción SCV o Statto Cittá del Vaticano, perteneciente a un empleado acreditado ante la Santa Sede. Mientras Matthieu terminaba de despertarse y sus ideas comenzaban a tomar forma, una sensación de tristeza lo invadió por completo. No sabía que había sucedido aún, pero lamentablemente el llamado que lo había sacado de la cama no había sido una broma de mal gusto ni nada de eso. Jamás volvería a ver a Antonio. 

El auto que lo transportaba disminuyó la velocidad al mínimo mientras Matthieu hizo un esfuerzo por observar sobre el vidrio polarizado. Un joven alto y delgado se acercó e intercambió unas palabras en italiano con el chófer, que mostró su credencial. El muchacho llevaba una casaca, bombachos y medias sujetas a la altura de la rodilla con una liga dorada, guantes blancos, una coraza medieval y escarpines negros. Todo en tres colores (azul, amarillo y rojo). No hacía falta ser un gran observador para saber que se trataba de un agente de la Guardia Suiza, el ejército profesional más pequeño del mundo, encargado de custodiar las entradas del Vaticano y de defender con su vida al Sumo Pontífice desde hace más de quinientos años. La mayoría de las personas que visitaba El Vaticano no perdía la ocasión de sacarse unas fotos con ellos, que no siempre con el mejor humor soportaban el asedio de los turistas. Fuera de su deber protocolario, pocos sabían que estos jóvenes suizos de entre 19 y 30 años de edad habían cumplido un duro entrenamiento en el Ejército Suizo. Tenían una buena formación en artes marciales y eran expertos en el manejo de su espada y los extremos de sus alabardas, que podían usar para dar en los pies de los intrusos y dejarlos fuera de combate en cuestión de segundos. Pese a eso, también llevaban oculto un gas lacrimógeno en aerosol, dos granadas y una pistola automática Sig-Sauer. 

El joven Guardia se echó a un costado y el auto avanzó lentamente unos pocos metros más. Entonces Matthieu tuvo oportunidad de ver con sus propios ojos lo que sólo había visto en libros: el Portón de Bronce. Realizado en el siglo XVII por el arquitecto italiano Giovanni Battista Soria, esta reliquia de acero se situaba entre la columnata de la Plaza de San Pedro y el brazo de Constantino, justo debajo del mosaico de la Virgen con el niño. Era el acceso al Palacio Apostólico y dueño de un valor simbólico y espiritual sin igual. Unos pocos podían cruzarlo, solamente aquellos que habían sido elegidos para poder encontrarse con el sucesor de Pedro y representante de Cristo en la Tierra. Matthieu jamás había imaginado traspasarlo, y ahora pensaba que hubiera preferido hacerlo por otros motivos.

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