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Pocos minutos antes de la madrugada, cerró los relucientes grifos de
la bañera y se colocó una bata. Introdujo sus pies en unas
delicadas sandalias y al mismo tiempo que se sentaba en un mullido
sillón de terciopelo, tocó con su mano izquierda la delicada
fuente. Aún estaba caliente.
“Pollo asado con papas”. Su comida preferida. ¡Ah, pues cuánto
le gustaba saborear cada parte de ella comenzando por la pata! Era
increíble ver cómo existía gente que solía desgranarla quitándole
completamente la grasa. ¿No sabían que un poco de grasa era
necesario para el normal funcionamiento del cuerpo? No, es que los
dietólogos y nutricionistas del mundo habían logrado convertir a
las grasas en el principal enemigo del hombre. Mientras terminaba de
masticar, con su utensilio cortó un trozo de pechuga y le añadió
un poco más de pimienta. Estaba acostumbrado a condimentar bien las
comidas desde niño. Tosió. Es cierto que las grasas tapaban las
arterias, pero en cantidad, hasta el agua podía matar a una persona.
Tomó otra copa de vino. Un costoso vino de Burdeos. Hubiera
preferido algún vino simple de bodegón de barrio, su paladar no
estaba acostumbrado a los vinos caros, los sentía demasiado suaves
de cuerpo. Volvió a toser.
“Demasiado picante”, pensó.
Se levantó entonces de la improvisada mesa que le habían armado en
su cuarto. Solía cenar pasadas las ocho en el salón principal con
el secretario y algunos obispos invitados, rodeado de dogmáticas y
aburridas charlas de doctrina cristiana en las cuales predominaba el
estudio de la Biblia y los antiguos Concilios. No esta noche. Y
luego, el desayuno por las mañanas, en los cuales los religiosos
alimentaban su ego platicando sobre el trascendental rol que cumplía
la Iglesia en la actualidad. Pero esta vez prefirió cenar solo. Y
tarde. Había pedido que le subieran la comida luego de las 11:00 PM.
Necesitaba pensar. Desde que había asumido como Sumo Pontífice no
había podido ni pensar. Pensar, planear el futuro, planificar. Dar
el mensaje. ¿El mundo estaba preparado para oírlo? No había
asumido sólo para luego acompañar a los doscientos sesenta y cinco
Papas anteriores en las catacumbas de la Basílica de San Pedro. No
para ser un nombre más en la extensa lista que desfilaron sin
gloria, que se conformaron solamente con llegar a ocupar el puesto
más poderoso de la Iglesia Católica. No. Él había venido a
cumplir su misión. Sabía que iba a defraudar a muchos con su
mensaje, pero no le importaba. Era hora de que alguien lo hiciera sin
importar las consecuencias.
Sintió un leve dolor en su cabeza. Y de nuevo lo aquejó la tos.
Abrió el brillante grifo incrustado de diamantes puros. Diamantes.
El mejor invento del capitalismo. “¡Si las personas supieran que
es uno de los minerales más comunes de la corteza terrestre! ¡Que
hay más diamantes que autos, más diamantes que lavaplatos o que
cualquier otro electrodoméstico!”. Se sirvió un vaso de agua y lo
tomó de un trago. “Ahora el dolor en el pecho”, pensó. Pero
primero sintió que le faltaba el aire. Se miró en el espejo a la
vez que se tomaba fuertemente del caño de cedro que sostenía la
toalla. El mareo era cada vez más intenso. Alcanzó a divisar cómo
sus labios se ponían azules. Parece que más que acompañar a San
Pedro iba a acompañar a Martín IV, aquel Papa corrupto del siglo
XIII que murió indigestado luego de cenar una anguila. Eso le había
sucedido por no comer polenta, como Juan XXIII. Parecía que a mayor
grado de corrupción papal, más elaborada era la comida. Pero no
iban a necesitar conseguir ningún extraño vertebrado para él, con
una porción de pollo les había bastado. Ahora sí, llegaba la
punzada directa al pecho. Se había preparado muy bien para la
situación. Sabía que le quedaban pocos minutos. Se agarró del
vanitory de marfil con la mano derecha mientras con la izquierda
dejaba caer su bata. Su vista se tornó borrosa. Mientras sentía los
últimos instantes de consciencia, abrió el primer cajón del mueble
y tomó un objeto filoso.
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