viernes


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El sujeto se apresuró a terminar su plato de solomillo de cerdo a la parrilla cuando notó que los camareros del restaurante San Polo se impacientaban por cerrar. Al tiempo que pedía la cuenta, terminó de un trago el vaso de agua. ¡Con los ricos vinos que existían en España! Pero no esta noche. Debía mantener la lucidez en su cuerpo para no afectar su precisión. Ya iba a tener tiempo de disfrutar del vino y demás exquisiteces europeas en cuanto terminase el trabajo. “El último”, pensó.

Tenía la edad suficiente para poder disfrutar del resto de su vida sin trabajar y si todo salía bien esa noche, también el dinero. Dejó veinticinco euros sobre la mesa. Saludó al mozo con su mano izquierda y con la derecha tomó fuertemente los pesados kilos del bolso de color verde militar. No era de lo menos visible por sus accesorios, pero se negaba a cambiarlo. Había viajado con él muchos años, desde aquella lejana guerra en Irak. El contenido de ese bolso lo era todo para él. No solamente tenía un significado especial por haberlo acompañado durante gran parte de su vida, sino que además mantenía una especie de relación simbiótica con él. Casi de animismo. El bolso (o lo que contenía en su interior) cobraba vida cada vez que lo empuñaba en alguna de sus manos. Y a su vez, el sujeto no cobraba vida sino cuando en sus manos tenía el control de él.

     Salió a la noche de Salamanca, pero no sintió el frío. Había estado en lugares en donde lo que menos importaba era el frío. Bordeó por Arroyo de Santo Domingo hasta llegar a la calle de San Pablo. Y entonces divisó la Plaza Carvajal. Era el lugar perfecto. La plaza se levantaba como recordatorio de Francisco de Carvajal, un conquistador salmantino que en el siglo XVI abandonó sus estudios en Salamanca, y bajo las órdenes de Francisco Pizarro, se marchó como encomendero a Cuzco, donde luchó contra la sublevación del inca Manco Cápac II. Carvajal pasó a la historia por su crueldad, que le valió el mote de “El demonio de los Andes”. Pero al sujeto no le interesaba la historia, ni las plazas, ni la conquista de América. Le bastaba con encontrar un buen lugar desde donde divisar a su presa.

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