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¡¡¡ADVERTENCIA!!!

El libro que usted tiene en sus manos fue previamente enviado a los más prestigiosos editores y agentes editoriales, a saber: Random House Mondadori, Editorial Planeta, Editorial Tusquets, Carmen Balcells, Sandra Bruna, etc. Todos ellos lo han rechazado.

El escritor estima (y le advierte) que por consiguiente, este libro debe ser malo. 
                                          A Pepe e Isabel Sarli, por su valiosa ayuda.

                                         Y a todos los autodidactas del mundo.

I N F I E R N O:
(Del latín infernus, de infer, inferior, debajo de)
Lugar a donde creían los paganos que iban las almas después de la muerte. 
A partir del año 452, lugar destinado por la Iglesia Católica para eterno castigo de los suicidas.
 “Las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son; una suma de relaciones humanas que han sido realzadas, extrapoladas y adornadas poética y retóricamente, metáforas que se han vuelto gastadas y sin fuerza sensible, monedas que han perdido su troquelado y no son ahora ya consideradas monedas, sino metal”.
             Friedrich Nietzsche, “Sobre verdad y mentira en sentido extramoral”.
             

“El poder no es una institución. Es una red de dispositivos que se alojan tanto en instituciones como en los propios seres humanos, en nuestras conciencias”.
               Michel Foucault
Nota del autor:
Jamás se ha encontrado en el mundo un mapa confeccionado por un pirata que contenga una X que marque su tesoro enterrado.
Los zapatos de la Cenicienta no eran de cristal, sino de un tipo de piel.
El monstruo del Dr. Víctor Frankenstein no era verde ni tenía la cabeza plana y tornillos en el cuello. Estas ideas surgieron del maquillador de los estudios Universal. En la novela de Mary Shelley, Frankenstein no era grandote, torpe, ni caminaba como un zombi o un robot, sino ágil y rápido. Y por supuesto, no se llamaba “Frankenstein”.
Sherlock Holmes no fumaba en pipa. La pipa tan característica tampoco figura en las novelas; no apareció hasta que fue usada en una dramatización de teatro de uno de los relatos en la década de 1920.
Y ni siquiera estamos seguros de la existencia de Shakespeare.
América no se llama así por Américo Vespucio. Hay indicios de que el continente americano debe su nombre a un rico comerciante de origen galés asentado en Bristol, llamado Richard Ameryk.
Los Evangelios no fueron escritos por nadie que haya conocido a Jesús. Y tampoco tenemos ninguna real comprobación de la existencia de este.

Y sobre el infierno... 

                                 Bueno, esta es mi historia. 
                                                                          Diego Vidal
 “Los pecados que gritan venganza ante Dios son oprimir a los pobres, robarles a los obreros su salario”. Roma será una verdadera comunidad cristiana si honra a Dios, no sólo con la afluencia de los fieles a las iglesias, no sólo con una vida privada vivida con templanza, sino también con el amor por los pobres. Estos son los verdaderos tesoros de la Iglesia; quien pueda, pues, debe ayudarlos para tener y ser más sin ser humillados y ofendidos con riquezas ostentadas, con dinero derrochado en cosas inútiles y no invertido en empresas de interés común”.
“Jamás tenemos por qué temer anunciar todas las exigencias de la palabra de Dios, pues Cristo está con nosotros y nos dice hoy como antes: “El que a vosotros oye, a mí me oye”.

     Juan Pablo I, Basílica de San Juan de Letrán, 23 de septiembre de 1978. A los treinta y tres días de haber asumido como Sumo Pontífice y tan sólo cinco días después de haber pronunciado este discurso, falleció misteriosamente. Muchos afirman que fue envenenado. La Iglesia prohibió que se practicase una autopsia. El caso hoy continúa siendo un misterio.    

   1  
    Pocos minutos antes de la madrugada, cerró los relucientes grifos de la bañera y se colocó una bata. Introdujo sus pies en unas delicadas sandalias y al mismo tiempo que se sentaba en un mullido sillón de terciopelo, tocó con su mano izquierda la delicada fuente. Aún estaba caliente.
“Pollo asado con papas”. Su comida preferida. ¡Ah, pues cuánto le gustaba saborear cada parte de ella comenzando por la pata! Era increíble ver cómo existía gente que solía desgranarla quitándole completamente la grasa. ¿No sabían que un poco de grasa era necesario para el normal funcionamiento del cuerpo? No, es que los dietólogos y nutricionistas del mundo habían logrado convertir a las grasas en el principal enemigo del hombre. Mientras terminaba de masticar, con su utensilio cortó un trozo de pechuga y le añadió un poco más de pimienta. Estaba acostumbrado a condimentar bien las comidas desde niño. Tosió. Es cierto que las grasas tapaban las arterias, pero en cantidad, hasta el agua podía matar a una persona. Tomó otra copa de vino. Un costoso vino de Burdeos. Hubiera preferido algún vino simple de bodegón de barrio, su paladar no estaba acostumbrado a los vinos caros, los sentía demasiado suaves de cuerpo. Volvió a toser.
“Demasiado picante”, pensó.
Se levantó entonces de la improvisada mesa que le habían armado en su cuarto. Solía cenar pasadas las ocho en el salón principal con el secretario y algunos obispos invitados, rodeado de dogmáticas y aburridas charlas de doctrina cristiana en las cuales predominaba el estudio de la Biblia y los antiguos Concilios. No esta noche. Y luego, el desayuno por las mañanas, en los cuales los religiosos alimentaban su ego platicando sobre el trascendental rol que cumplía la Iglesia en la actualidad. Pero esta vez prefirió cenar solo. Y tarde. Había pedido que le subieran la comida luego de las 11:00 PM. Necesitaba pensar. Desde que había asumido como Sumo Pontífice no había podido ni pensar. Pensar, planear el futuro, planificar. Dar el mensaje. ¿El mundo estaba preparado para oírlo? No había asumido sólo para luego acompañar a los doscientos sesenta y cinco Papas anteriores en las catacumbas de la Basílica de San Pedro. No para ser un nombre más en la extensa lista que desfilaron sin gloria, que se conformaron solamente con llegar a ocupar el puesto más poderoso de la Iglesia Católica. No. Él había venido a cumplir su misión. Sabía que iba a defraudar a muchos con su mensaje, pero no le importaba. Era hora de que alguien lo hiciera sin importar las consecuencias.
Sintió un leve dolor en su cabeza. Y de nuevo lo aquejó la tos. Abrió el brillante grifo incrustado de diamantes puros. Diamantes. El mejor invento del capitalismo. “¡Si las personas supieran que es uno de los minerales más comunes de la corteza terrestre! ¡Que hay más diamantes que autos, más diamantes que lavaplatos o que cualquier otro electrodoméstico!”. Se sirvió un vaso de agua y lo tomó de un trago. “Ahora el dolor en el pecho”, pensó. Pero primero sintió que le faltaba el aire. Se miró en el espejo a la vez que se tomaba fuertemente del caño de cedro que sostenía la toalla. El mareo era cada vez más intenso. Alcanzó a divisar cómo sus labios se ponían azules. Parece que más que acompañar a San Pedro iba a acompañar a Martín IV, aquel Papa corrupto del siglo XIII que murió indigestado luego de cenar una anguila. Eso le había sucedido por no comer polenta, como Juan XXIII. Parecía que a mayor grado de corrupción papal, más elaborada era la comida. Pero no iban a necesitar conseguir ningún extraño vertebrado para él, con una porción de pollo les había bastado. Ahora sí, llegaba la punzada directa al pecho. Se había preparado muy bien para la situación. Sabía que le quedaban pocos minutos. Se agarró del vanitory de marfil con la mano derecha mientras con la izquierda dejaba caer su bata. Su vista se tornó borrosa. Mientras sentía los últimos instantes de consciencia, abrió el primer cajón del mueble y tomó un objeto filoso. 

2

El sujeto se apresuró a terminar su plato de solomillo de cerdo a la parrilla cuando notó que los camareros del restaurante San Polo se impacientaban por cerrar. Al tiempo que pedía la cuenta, terminó de un trago el vaso de agua. ¡Con los ricos vinos que existían en España! Pero no esta noche. Debía mantener la lucidez en su cuerpo para no afectar su precisión. Ya iba a tener tiempo de disfrutar del vino y demás exquisiteces europeas en cuanto terminase el trabajo. “El último”, pensó.

Tenía la edad suficiente para poder disfrutar del resto de su vida sin trabajar y si todo salía bien esa noche, también el dinero. Dejó veinticinco euros sobre la mesa. Saludó al mozo con su mano izquierda y con la derecha tomó fuertemente los pesados kilos del bolso de color verde militar. No era de lo menos visible por sus accesorios, pero se negaba a cambiarlo. Había viajado con él muchos años, desde aquella lejana guerra en Irak. El contenido de ese bolso lo era todo para él. No solamente tenía un significado especial por haberlo acompañado durante gran parte de su vida, sino que además mantenía una especie de relación simbiótica con él. Casi de animismo. El bolso (o lo que contenía en su interior) cobraba vida cada vez que lo empuñaba en alguna de sus manos. Y a su vez, el sujeto no cobraba vida sino cuando en sus manos tenía el control de él.

     Salió a la noche de Salamanca, pero no sintió el frío. Había estado en lugares en donde lo que menos importaba era el frío. Bordeó por Arroyo de Santo Domingo hasta llegar a la calle de San Pablo. Y entonces divisó la Plaza Carvajal. Era el lugar perfecto. La plaza se levantaba como recordatorio de Francisco de Carvajal, un conquistador salmantino que en el siglo XVI abandonó sus estudios en Salamanca, y bajo las órdenes de Francisco Pizarro, se marchó como encomendero a Cuzco, donde luchó contra la sublevación del inca Manco Cápac II. Carvajal pasó a la historia por su crueldad, que le valió el mote de “El demonio de los Andes”. Pero al sujeto no le interesaba la historia, ni las plazas, ni la conquista de América. Le bastaba con encontrar un buen lugar desde donde divisar a su presa.
3
Matthieu Phillipe se sentía feliz. No podía haber elegido un mejor lugar en donde descansar del semestre pasado. La ciudad de Metz había quedado muy atrás. Entre las conferencias y las clases no le había quedado demasiado tiempo para distenderse. Es cierto que se sentía a gusto lejos de Paris, enseñando Historia y Teología en la Université Paul Verlaine de Metz, en el noroeste de Francia. Erigida al lado del río Mosela, la ciudad de Metz era pequeña, pero acogedora. Considerada la ciudad con más jardines por habitante de Francia, Matthieu se sentía muy feliz corrigiendo exámenes en la plaza de St Jaques. Cultural y arquitectónicamente era más que atractiva. La Catedral de Saint Etienne con su fachada de cristal era uno de los más bellos edificios góticos de Francia, con vitrales realizados por el famoso Chagall y la ópera teatro, una de las más antiguas de Francia. En sus creperías servían unas exquisitas “galettes” con sidra. Matthieu jamás habría podido distinguir una “galette” de un “crepe” de no haber estado en Metz. Cuna de la dinastía merovingia, los antiguos habitantes de Metz habían tenido que soportar grandes batallas:

Conquistados por Julio César en el año 50 a.C., el líder romano los había estimado por su valor y fiereza en combate. En el año 451 de nuestra era, los hunos habían tomado Metz, masacrando por completo su población. Se cuenta que Atila hizo pilas con los guerreros germanos y colocó en picas la cabeza de los generales romanos, obligando a ver cómo los cadáveres de sus defensores eran profanados, al mismo tiempo que degollaba en el acto a las personas que lloraban de dolor. Muchos siglos después, luego de la Guerra franco-prusiana, Metz fue durante un tiempo anexionada por el Imperio Alemán. Los germanos habían dejado sus marcas en la arquitectura de la estación y la oficina de correos, pero los parisienses solían desconocer su belleza. Decían que en Metz se hablaba un francés tan extraño que les era difícil entender. Le criticaban su humedad y el intenso frío.

“Puras tonterías”, pensó Matthieu.

Aunque a decir verdad, si no fuera por culpa de un singular suceso, lo más probable hubiese sido que jamás llegase a apreciarla, como el resto de los parisienses. Todo había ocurrido un par de años atrás, cuando en una tarde como otra cualquiera, Matthieu estaba dando clases de Teología en el Institut Catholique de París. Era una conferencia abierta en la sala principal de convenciones acerca del funcionamiento estructural de la Iglesia Católica. Mientras comentaba la biografía del cardenal Tarsizio Bertone, actual secretario del Vaticano y detallaba las distintas Congregaciones y Consejos Pontificios, surgió el cuestionamiento.
Profesor Phillips, yo tengo una pregunta al respecto dijo un joven a la vez que alzaba la mano–. ¿Cómo es posible que la Iglesia Católica gaste tanto dinero en mantener la infraestructura del Vaticano? ¿Por qué teniendo tantas riquezas en especies no decide venderlas para así recaudar dinero y ayudar a los más necesitados? Matthieu sonrió.
Era la típica pregunta que nunca faltaba en las clases abiertas. Cuando dictaba cátedra a sus alumnos regulares todos estos cuestionamientos estaban ya superados. Sabían que estudiaban dogmas que se fundamentaban por sí mismos, porque dependían de la fe en la revelación divina. Y por lo tanto, no había réplica posible. Pero en cambio, en las charlas donde podían participar alumnos de otras universidades, siempre existían algunos que se creían superiores a sus profesores y por malicia (casi nunca por inocencia) realizaban cuestionamientos de este tipo con el único propósito de detener la clase para discutir e intentar demostrar que podían hacer trastabillar a los catedráticos y poner en “jaque” las doctrinas religiosas. Nada más lejos de la realidad.
Sí, dime cómo es tu nombre dijo Matthieu, sereno.
Joseph respondió el muchacho.
Escúchame, Joseph, ¿tú vendes tus pertenencias para donarlas a las fundaciones de caridad?
No –respondió el joven.
¿Por qué no lo haces? interrogó Matthieu. ¿No te da pena ver a tanta gente en la calle?
Sí respondió Joseph. Pero yo no soy católico, no debo dar ejemplo.

"¿No eres católico? "¿Y entonces qué haces en esta clase?", pensó Matthieu. Cada vez estaba más convencido de que las clases abiertas en vez de acercar la religión a la gente, la alejaban.

Bueno, muchacho, eso no quita que tengas tus deberes como ciudadano y tengas que cumplir con la comunidad.
Sí, pago mis impuestos.
Está perfecto, crees que haces todo lo que un estado laico te pide.
“Uno a cero abajo”, pensó Matthieu. “A ver cómo reviertes esto”.
Dime Joseph, ¿qué estudias?
Arte.
Arte, muy bien. Entonces sabrás de pintura. Imagino que tendrás una idea de algunas de las obras más famosas del mundo…
Sí, claro se adelantó el muchacho de manera inequívoca. “La mona Lisa” de Leonar- do, “Las meninas” de Velázquez, “Retrato del doctor Gachet” de Van Gogh, “Le reve” de Picasso…
Matthieu sonrío. “Le reve”, “El sueño” de Picasso, un retrato que el español pintó de su amante Marie-Thérése Walter en 1932. Tiempo atrás, todos los diarios del mundo se habían hecho eco del increíble suceso que rodeaba a esta pintura. Había sido vendida por su propietario, un magnate dueño de varios casinos en Las Vegas, por la nada despreciable suma de 140 millones de dólares, lo que la convertía en el cuadro más caro de la historia. El asunto era que el empresario estaba mucho más capacitado en hacer dinero que en cuidar de sus obras. La última noche que la tuvo en su poder y antes de entregársela a su comprador, quiso mostrársela a sus amigos por última vez. En un momento dado, el multimillonario levantó el brazo para indicar un detalle y, al bajarlo, estrelló su codo contra la pintura, haciéndole un agujero del tamaño de una moneda. Comentan que al ver el incidente, se limitó a decir: “Miren lo que he hecho. Gracias a Dios que el codo era mío”. Lo más sorprendente fue que a los pocos días, expertos en el mercado del arte coincidieron que tras el incidente, la obra podría valer más, luego de la enorme repercusión que tuvo el insólito percance en todo el mundo.
Está perfecto –interrumpió Matthieu- veo que sabes acerca de grandes cuadros. Ahora tomemos alguna obra al azar: “La mona lisa” de Leonardo, o “Las meninas” de Velázquez, ¿sabes dónde se encuentran?
Por supuesto afirmó el joven con seguridad-. “La Gioconda” está en el Louvre y “Las meninas” en el Museo del Prado.
Los compañeros de clase comenzaron a mirar impacientes a Matthieu. ¿Qué tenía que ver ello con la pregunta del muchacho sobre las riquezas de la Iglesia Católica? Un sujeto vestido con traje, de cuarenta y largos años, cara regordeta y entradas, se encontraba sentado en la última fila observando con interés la situación mientras pensaba “Matthieu Phillipe se está metiendo en un terreno pantanoso. Necesitará mucha más dialéctica para ganar esta discusión”.
Matthieu se quitó las gafas. Al tiempo que su visión se ponía completamente borrosa, disparó…
Bueno, ¿tienes idea de lo que vale alguna de esas pinturas? Por ejemplo, la de Van Gogh…
       Joseph se sentía como pez en el agua en ese terreno. El joven era un apasionado de todo lo referente al arte y su entorno, generalmente regulado en partes iguales por el talento y las excentricidades. “El retrato del Dr. Gachet” sin lugar a dudas era uno de sus cuadros preferidos, precisamente por el halo de misterio que lo envolvía. En él se apreciaba la figura de un sujeto con una gorra blanca, sosteniendo su cabeza sobre su mano derecha, apoyado en una mesa. Nada demasiado extraño, si no fuese porque este sujeto era Paul Ferdinand Gachet, un prestigioso médico de la época y pintor aficionado, que atendió al famoso artista holandés luego de que este ingresara al manicomio de Saint Paul y después de haberle entregado a la portera un sobre cerrado que contenía, según las palabras del pintor “un recuerdo suyo”. En él no había otra cosa que su famosa oreja, cuidadosamente lavada. Sobre el Dr. Gachet se tejían diversos rumores: Que a Van Gogh le cobraba sus honorarios con cuadros, que sólo posaba largas horas para él por simpatía y también que se aprovechaba de su talento. Cuenta la historia que luego de dispararse, Vincent Van Gogh sobrevivió durante dos días. El Dr. Gachet fue a verlo, pero en vez de curarlo, lo dejó moribundo en su cama. En cambio sí aprovechó esos días para robarle una gran cantidad de cuadros del artista que en vida jamás había logrado siquiera unos pocos billetes por la venta de alguno de ellos. En 1990, un millonario japonés apellidado Saito compró la pintura del Dr. Gachet por la friolera cantidad de 82 millones y medio de dólares. Pero Saito sentía repulsión por el fisco de su país, que le cobraba 25 millones de dólares anuales en concepto de impuestos por sus ganancias. Luego de adquirir el cuadro, el empresario declaró que lo adquiría para “contemplarlo tranquilamente durante un día y después encerrarlo en un almacén para que nadie pudiera verlo, con la orden de que fuese quemado a su muerte, para evitar así que sus hijos lo heredasen y debieran pagarle impuestos al fisco”. En el año 96, Saito murió de un infarto, luego de una serie de problemas financieros. Y nadie jamás supo qué pasó con el cuadro. Su hijo declaró que se trataba de un asunto privado y no quiso realizar más declaraciones. Por su parte, el Metropolitan Museum de Nueva York organizó una muestra sobre el gran pintor holandés, pero no consiguió encontrar el retrato de Gachet y anotó en el catálogo de la muestra: “Ubicación actual, desconocida». Jamás volvió a saberse de él.
Entonces el muchacho comenzó a hablar. Tenía en su voz una seguridad propia como si fuese un pintor hablando de los colores primarios.



Por ejemplo, “Retrato del Dr. Gachet”, fue vendida en más de 82 millones de dólares, Number Five de Pollock fue adquirida recientemente en 140 millones, “Le reve” de Picasso ha sido…
              Bien sentenció Matthieu-, está más que bien, Joseph. ¿Y “Las meninas” o “La Gioconda”?

     Bueno, pues esas son invaluables. De hecho, no creo que estén a la venta.

     ¿Por qué? inquirió Matthieu.

     Me imagino que los museos del Prado y del Louvre tendrán restricciones en su reglamentación.

     Ajá. acotó Matthieu-. Pero fuera de ese tipo de reglamentaciones internas que suponemos que deben tener los museos para comercializarlas, ¿por qué crees tú que no las venden? O mejor, ¿cuál será el objeto de esas reglamentaciones?
Supongo que para preservarlas como patrimonio cultural de la humanidad.
No lo dudo aseguró Matthieu. Pero como fin económico, ¿no sería mejor venderlas y obtener cientos, o quizás miles de millones de dólares que pagaría algún magnate?
Tal vez, porque si se desprendieran de ellas entonces ya los museos no serían lo mismo. No iría tanta gente como ahora, perderían fama y prestigio y también, a la larga, un rédito económico mayor que el que les supondría el dinero por haberlas vendido...
El resto de la clase dejó de observar al joven y posó sus ojos sobre el profesor, como si estuviesen siguiendo la bola en un partido de tenis. Estaba claro que era una discusión que había tomado un tinte de importancia mayúscula y de la cual ahora ninguno de los dos quería dar marcha atrás.
“Licenciado en Teología acorralado por las respuestas de alumno ateo”. El catedrático parecía perdido dentro del laberinto que él mismo había entretejido. ¿O no?
Matthieu Phillippe volvió a observar con nitidez las caras de sus alumnos al colocarse nuevamente las gafas. Estaban todos observándolo, expectantes. Entonces habló.
Es cierto, Joseph, yo también creo que esos museos deben tener restricciones internas. También creo que esas restricciones están a la par de su interés económico. Es más, creo que esas restricciones son para preservar sus finanzas. Ganan más dinero anualmente por la exposición de sus obras que el que podrían obtener si las vendieran. Es un simple negocio. Ahora, traslada esas conjeturas al plano religioso. Tú dices: “La Iglesia Católica posee propiedades por miles de millones de dólares, o sólo malgasta dinero en mantener su infraestructura”. Y es cierto. Gastan millones de dólares en eso. Pero... ¿sabes qué? Matthieu clavó sus ojos en los del joven. No debes verlo como un gasto, sino como una inversión. Suponte que vendan su patrimonio por completo. Joyas, obras de arte, propiedades, todo. ¿Cuánto dinero recaudarían? Miles y miles de millones, no hay duda. Ahora bien, ¿qué podrían hacer con ese dinero? ¿Ayudar en la investigación de, por ejemplo, la vacuna contra el sida? ¿Lo destinarían para abrir comedores en todo el mundo? ¿Intentarían paliar la pobreza en África? Pues bien, esas son simples utopías. No se acaba con el hambre en todo el mundo por fundar comedores y no se le pone fin a la pobreza en África por donar cientos de millones, lamentablemente. Sólo es como intentar ponerle un vendaje a un dique que se está reventando. No sería una solución, siquiera tan sólo momentánea. Hay que ir a la raíz. ¿Alguna vez has oído que el que tiene poder no necesita usarlo y que tan sólo le basta con mostrarlo para legitimarlo? Y para llegar a la raíz hay que tener poder. Poder de persuasión, poder político y también poder económico. Poder para costear viajes, poder para hacer publicidad, poder para llegar a más lugares y más personas. ¿Qué pasaría si se vendiera el Vaticano? Bueno, pues sin lugar a dudas, ese poder terminaría. Y con él también se acabaría una gran obra milenaria.
Los ojos de los muchachos de todo el curso se voltearon esta vez sobre Joseph. El sujeto canoso del fondo se acomodó sobre su asiento, sonriendo.
“… Y con él también se acabaría una gran obra milenaria”.

Tras estas palabras, Matthieu Phillipe quedó con las manos abiertas, como si fuera un predicador. Una sensación placentera le recorrió el cuerpo. Sentía que le habían salido justo las palabras que había pensado, lo cual no era nada fácil. La pérdida que existía en la transposición entre el pensamiento y el lenguaje era lo que más preocupaba a los lingüistas. Pero su sosiego duró un instante.

Profesor, concuerdo con usted. Pero no le parece que…

Daba la sensación de que Joseph no se iba a dar por vencido. Era un hueso duro de roer. “¿Con qué saldría ahora?”, pensó Matthieu.

Entonces se pausó. Cuando pensó un instante lo que iba a decir, volvió a hablar.
Sí, sí, tiene razón, profesor, nunca lo había visto de ese modo. Muchas gracias.

Las palabras “tiene razón, profesor” y “gracias” en una misma frase eran demasiado para Matthieu. Un profesor rara vez escuchaba un “tiene razón” de parte de un alumno y no recordaba que alguien le hubiera agradecido por darle una respuesta. “Es un muchacho educado, tan sólo algo insistente”, pensó.
Matthieu continuó la clase explicando el organigrama eclesiástico. Luego dejó algunas fotocopias y se despidió de los alumnos. Aquella vez se había ganado el respeto de toda la clase. Lo que no sabía era que se había ganado el respeto de alguien más…
Mientras cerraba sus libros y terminaba de tomar algunos apuntes para preparar la clase
siguiente, el señor de la última fila caminó hacia él, sin que Matthieu se diera cuenta. Al llegar al banco, le estiró la mano.

Felicitaciones, profesor, ha sido una clase muy interesante.

Matthieu lo miró sorprendido. Era extraño ver a alguien de edad en la facultad.

Gracias, es la primera vez que lo veo en una de mis clases. ¿Qué carrera cursa usted?

Ja, ja, no rio el sujeto. De hecho hace bastante que no tomo una, aunque debería hacerlo. Hace bastante que me doctoré en Sociología.
Ah, muy interesante. ¿Cómo es su nombre?

Luc Johann.

“Luc Johann. Le sonaba ese nombre de algún lado”.

-Me suena mucho su nombre. ¿Trabaja en algún instituto o universidad…?

Sí, claro, en la Université Paul Verlaine de Metz sonrio. Si me permite, Phillippe, he estado leyendo sus obras como historiador y su currículo. Vine especialmente a París para presenciar una clase. Y es justo el hombre que busco, sin lugar a dudas. ¿Le interesaría estar al frente de la cátedra de Historia o Teología en la Universidad de Metz?
El ofrecimiento lo tomó de improvisto, por lo que Matthieu se quedó paralizado.

Disculpe, ¿tiene autoridad suficiente como para ofrecerme eso?

Sí, creo que sí afirmó el individuo. Por lo menos hasta hace un par de horas que estaba sentado en mi despacho de la universidad, era el presidente.

Matthieu Phillipe no era muy sagaz para promocionar sus dotes ni tampoco era un gran orador, pero de ninguna manera era estúpido. Se sentía cómodo enseñando Teología en el Institut Catholique de París, pero era profesor ayudante. Tener una cátedra propia a los cuarenta y seis, aunque más no sea en la pequeña ciudad de Metz, era todo un desafío para él. Lo demás sucedería muy rápido. En un par de semanas se encontró armando sus maletas y poniendo en alquiler sus dos ambientes en el Quartier Latin. Se despidió de su simpática vecina Rita, sabiendo que iba a extrañar la rica Creme Brulée con fresas que preparaba. No tenía mucho más que extrañar. No desde la separación de Nicole.
Un extraño acento lo trajo a Matthieu de nuevo a tierra.

Oiga, señor, ¿desea comer algo más? Le aviso porque ya estamos cerrando la caja.

¿Algo más? Matthieu miro su mesa. Aún quedaban restos de la exquisita morcilla de Burgos a la plancha que había acompañado con un tinto Blasón de San Juan. Pidió la cuenta mientras se metía un último bocado de la tarta de quesos con pasas. Aquí sí que se comía en cantidad. No como en Francia, con sus pequeños y costosos platos.

Gracias por haber estado en Vino Diario, lo esperamos nuevamente dijo un mozo barbudo, retacón y con cara de feliz luego de recibir la abundante propina.

Matthieu se levantó de la manera que pudo, sintiendo que había engordado cinco kilos solamente en su primer día. “Si el resto de la semana es la mitad de entretenido que el primer día, quedo más que conforme con estas vacaciones” –se repetía para sus adentros, al tiempo que se calzaba su saco color marrón y salía del restaurante, sin tener la menor idea de lo que el destino le iba a deparar. 
4

Patrick se cerró su chaqueta camuflada y se apostó detrás de un árbol. Miró la hora en su preciso cronógrafo Breitling Bentley de 6.000 dólares, una condecoración de guerra. Eran las 00:09:45. Habían transcurrido casi diez minutos desde la medianoche y había estado persiguiendo al sujeto todo el día. Se recordaba descansando hace tan sólo veinticuatro horas, en otro país, en otro continente. Pero una llamada había alterado completamente su tranquila rutina semanal. Estaba en su casa almorzando como todos los martes con Jeff, que había llegado con una buena noticia: había conseguido dos plateas para ver el domingo a los Nicks en el debut de la temporada regular en casa, contra los Timberwolves. Mientras, distendido, terminaba de rostizar el pollo y charlaba con Jeffy acerca de las altas y bajas del plantel, sonó su móvil. Eso lo paralizó. Tenía dos teléfonos móviles. Uno era para los amigos. El otro no. Del segundo nadie sabía siquiera su existencia, exceptuando, claro está, sus superiores. Hacía meses que no había vuelto a hablar con ellos, más precisamente desde el último trabajo, hace un par de años. Desde ese entonces, se había prometido no volver a trabajar más. Tenía lo necesario para vivir dignamente por el fin de sus días. Desde entonces, su vida había cambiado drásticamente. No más muertes, no más asesinatos, no más sangre. No más culpa. La voz que escuchó del otro lado de la línea le era conocida. Demasiado.

Patrick, ¿cómo estás después de tanto tiempo? En qué has andado, no hemos sabido nada de ti.

Robert, me extraña tu llamada. Pensé que tenías una secretaria a la cual poder encargarle cosas.
Sí, claro que sí. Pero en asuntos de vital importancia, es bueno ocuparse uno mismo, ¿no?
“¿De vital importancia? Conozco esa frase”, pensó Patrick.
Bueno, Patrick, no te quedes callado, ¿no me vas a felicitar? Creo que al cargo en el que estoy no llega cualquiera, ¿no?
Sí Robert, claro, felicitaciones, siempre supe que ibas a llegar bien alto.
“Siempre supe que eras un trepador de primera línea”.
Gracias, ¿y cómo te trata a ti la vida? Me imagino que te estarás aburriendo como siempre cazando búfalos o yendo a insípidos torneos de tiro.

No lo creas, se siente mejor matar a un búfalo o pegarle a un blanco de cartón que a un ser humano –dijo Patrick secamente.
Ja, ja, no sigas que voy a llorar. Escúchame, tengo un trabajo para ti.
“¿Trabajo? Sabía que había dejado eso de manera terminante”.
Robert, te agradezco que hayas pensado en mí, pero sabes que me he alejado de todo eso hace tiempo.
Vamos “Pat”, no te hagas rogar.

“Pat” me dicen mis amigos, no tú”, pensó Patrick.

Creí que te había quedado bien claro que el de hace dos años fue mi último trabajo –respondió.

“Aún podía recordarlo todo. Los disparos, los sollozos de las niñas, los gritos de las mujeres, los trozos de cuerpo volando por el aire, la sangre manchándolo”.
Además, tienes a cientos que con gusto cumplirían con tu encargo.

Sí, cientos sí, pero ninguno como tú se apresuró a responder Robert. Es un trabajo de mucha importancia y necesitamos a nuestro mejor hombre.
Bueno, sepan que su mejor hombre está retirado sentenció Patrick.

¡Patrick Kearney! Robert alzó la voz. No te puedes negar.
Un escalofrío le recorrió el cuerpo.
“¿No me puedo negar?” “¿Qué asunto pensaban desenterrarle ahora?”

Sabes que estoy completamente limpio, mis infracciones han prescrito hace mucho tiempo ya.
Tranquilo, Pat, nadie piensa acusarte de nada, claro que estás limpio su tono parecía distenderse-. Pero, vamos, naciste para esto y lo llevas en la sangre, sabes que por más que te alejes forma parte de tu naturaleza.
“¿Naciste para eso? ¿Forma parte de tu naturaleza? No, Robert estaba equivocado. El ejército de su país lo había entrenado y lo había convertido en una perfecta máquina para asesinar. Pero... ¿Qué lleva a una persona a cometer un crimen? Un momento de locura, un segundo de vértigo, un instante de codicia. Sin embargo no existía nada que estuviera en sus genes que no pudiera controlar”.
Lamento decirte que sí, Robert, que forma parte de mi pasado y realmente me ha costado, pero lo he dejado atrás dijo Patrick.
Es una suma a la cual no te vas a poder negar insistió Robert.

Ya no me interesa el dinero. Adiós.

Al menos déjame decirte la cifra.

Cuando Patrick escuchó el monto, sintió un mareo. No tenía ahorrado siquiera una décima parte de esa cifra. Pensó en múltiples posibilidades y cómo cambiaría radicalmente su vida. Fue un instante.
Cuatro horas más tarde se encontraba en el aeropuerto John Fitzgerald Kennedy tomando el vuelo 7612 de American Airlines operado por Iberia. Cuando vio el avión que lo llevaría directo a Madrid, un desagradable gusto recorrió por su boca. Era el Airbus 340, el avión comercial más grande del mundo, de ochenta metros de largo. Sólo era superado por el Antonov An-225, utilizado exclusivamente para vuelos militares. El avión había sido contratado por el gobierno estadounidense para transportar equipo militar a Oriente Medio. Y Patrick había estado en él.  

5
Matthieu Phillipe cruzó la Plaza de los Basilios. Todo era tranquilidad en la noche. Miró su reloj de pulsera; habían transcurrido casi diez minutos del nuevo día. Observó al frente. Tenía tan sólo unos doscientos metros hasta el hotel. Había pasado por el mismo lugar por la tarde, hacía apenas unas horas y todo era bullicio y descontrol. Los niños salían del colegio, mientras sus padres se empujaban para acercarse. El tránsito era puro caos. Incluso muchos estacionaban en lugares en los que estaba supuestamente prohibido, como la plaza, un espacio verde con frondosos árboles y rodeado de bares y cafeterías. Lo que menos necesitaba en sus vacaciones era descontrol. En el hotel le habían ofrecido un guía turístico para recorrer la ciudad en bus pero había preferido ir a dar una vuelta a pie, la mejor manera de conocer un lugar. Pese a que había llegado al mediodía y había estado todo el día recorriendo, no estaba siquiera un poco cansado. No entendía a las personas que decían que se cansaban en sus vacaciones. ¿Cómo podían decir eso? Es como decir que uno se canse de disfrutar los fines de semana. Matthieu siempre encontraba la manera de entretenerse, aunque estuviera solo. O más aún si lo estaba. Había viajado en un vuelo de Air France desde Metz, con escala en Lyon. Luego de casi dos horas de viaje, había llegado al aeropuerto de Barajas, en Madrid. De allí había recorrido unos doscientos kilómetros más en taxi hasta llegar a Salamanca, ya que no logró encontrar un vuelo directo desde Metz hasta Salamanca. Un colega francés le había comentado que el clima era muy duro aquí, con temperaturas de más de 35 grados centígrados en verano e inviernos muy crudos. Pero ya se había acostumbrado a soportar el frío en Metz. Le dijeron que una buena época para visitar Salamanca era el otoño. Fue por eso que acortó sus vacaciones de verano en Francia, guardándose unos días para octubre. Si bien estaba en pleno ciclo de clases, había conseguido un muy buen reemplazo para que se ocupase de la cátedra y de algunos detalles respecto a la organización del departamento de la materia.
Apenas había tocado tierra firme, había ido a visitar al pez gordo: la Universidad. La Universidad Pontificia de Salamanca era considerada la más antigua de las universidades hispanas existentes. Fundada en 1218 por el Rey Alfonso IX de León, en el siglo XVII, atrajo hacia sí una gran confluencia de estudiantes de todo el ámbito peninsular, europeos e indianos. Matthieu se deleitó con su fachada de estilo plateresco, se introdujo en el Museo de las Escuelas Menores y observó “El Cielo de Salamanca”, la emblemática obra del pintor Fernando Gallego, a la vez que observaba el contrastante estilo gótico del rectorado. Pero el mayor atractivo de la Universidad no era ni su arquitectura ni su museo. Era algo mucho más simple. Tan simple como una rana. Sí, la incomprensible rana edificada sobre una de las calaveras esculpidas sobre el edificio y que se mimetizaba con el color de su fachada, estaba plagada de historia y leyendas a su alrededor y constituía por sí sola uno de los principales atractivos de la ciudad. Como no existía unanimidad en cuanto a su significado, se manejaban distintas hipótesis: La primera sostenía que el estudiante que en su primera visita no la lograba distinguir, jamás iba a poder recibirse. Otros opinaban que la rana era simplemente la firma del autor que labró las calaveras, ya que era costumbre entre los tallistas dejar su nombre en forma de símbolo. Pero la tercera y más firme teoría sotenía que la mayoría de las esculturas que se realizaban en esa época eran simbólicas y con ellas el artista quería transmitir las enseñanzas bíblicas. A lo largo de los tiempos, las ranas se han asociado con espíritus inmundos, con la tentación sexual y el pecado capital de la lujuria. Al estar apoyada sobre una calavera, intentaría dar un mensaje a todo aquel que pasase por allí que no sería otro que seguir por el camino de la tentación llevaba a la muerte.
Rodeando la Universidad, sobre la calle Compañía, Matthieu compró algunas baratijas para llevarse de recuerdo, hasta que le entró hambre. Le dijeron que siguiera hasta llegar a la calle de Prior, que doblase a la derecha hasta Espoz y Mina, y que luego derecho, ignorando el Pasaje de los Ahorros y el Pasaje Coliseum y antes de llegar a la Plaza Libertad, encontraría el mejor restaurante de la ciudad: Chez Víctor. Pero como eran las 15:30 horas y estaban cerrando, se conformó con el que estaba a escasos metros. En la “La Hoja” probó una parrillada de morucha con zanahorias y chocolate. La carne de morucha tenía un gusto diferente a lo que había probado, pero a la vez exquisito, su color era más oscuro que otras carnes como la de ternera.

Con el estómago lleno y con ganas de descansar un rato en el hotel, volvió por la calle Compañía, pero sin querer se desvió hacia la Plaza Antigua y apareció en la calle Jesús. Llegando a San Pablo se encontró con la Torre de los Anaya. Pensó en entrar a conocerla, pero le habían recomendado que no se perdiese una obra que daban en el Teatro Liceo, a unos ochocientos metros del hotel. Entonces emprendió el camino de vuelta al hotel para pegarse una buena ducha. En el trayecto le sorprendió ver la gran cantidad de cigüeñas en los tejados de las catedrales y en otros monumentos. Luego de asearse, se quedó un rato mirando la televisión recostado y cuando miró la hora pensó en que al Teatro podía ir en otra ocasión, no tenía por qué hacerlo todo el primer día. Se preparó para bajar a comer al restaurante del hotel, ¡Pero qué más daba! Prefirió seguir conociendo la ciudad. La comida de los restaurantes de los hoteles siempre era más cara y de menor calidad que la que se podía conseguir en la calle.

***
Un rayo luminoso procedente de un objeto atravesó un prisma óptico. Fue desviado dos veces en ángulo recto por reflexión total e invertida la posición relativa que pie y cabeza del objeto guardaban entre sí. El prisma revirtió la imagen de izquierda a derecha y otro lo hizo de arriba hacia abajo. En una millonésima de segundo, la pupila del ojo aumentó a 8 mm. para regular la luminosidad. Estaban en marcha sus prismáticos digitales Nighthawk, con ángulo de visión de 7 grados, telémetro para estabilizar el movimiento y ampliación de 5.0. El grado binocular para calcular la distancia existente con el objeto visto no poseía margen de error: 110 metros. Calculó que al paso que traía el individuo en 70 segundos lo iba a tener en su punto de disparo. “Tiempo más que suficiente”.
Dejó los binoculares en el suelo y lamentó no haber sido jamás un buen observador. Pero eso no lo amedrentaba, su vida no había sido fácil. Nacido en Puerto Rico e hijo de una madre boricua y un padre norteamericano, Patrick Kearney había emigrado con sus padres de pequeño a los Estados Unidos, asentándose en el Bronx. Era un muy buen alumno en la escuela. Cuando terminó, pensó en estudiar alguna carrera en la Universidad, en graduarse en Política, o bien en Sociología. Pero sus padres no podían costeársela. Entonces pidió una beca en la Universidad de Nueva York suponiendo que sus altas notas del colegio servirían como respaldo. La desilusión fue grande cuando se enteró de que la Universidad no pretendía dar becas a muchachos con ansias de estudiar, sino de hacer deporte. Y él nunca había sido bueno para eso. Cuando pensó en acudir a la Universidad Pública de la Ciudad de NY, la catástrofe golpeó a su puerta. Una tarde, mientras regresaba a su casa luego de llenar las solicitudes de ingreso, oyó gritos desesperados que provenían de la inconfundible voz de su madre. Al entrar, la vio tirada en el suelo con el teléfono en la mano, en un estado de total paroxismo. Su padre, que trabajaba como constructor, se encontraba realizando un techo de madera transitable. Un obrero no reforzó las maderas debidamente y la estructura se vino abajo. El obrero se quebró las piernas pero salvó su vida milagrosamente. No tuvo la misma suerte su padre, que se desmoronó a la planta baja, cayendo sobre los finos vidrios que esperaban para ser colocados en la fachada. Esos cristales no sólo acabaron con la vida de su padre, sino que hicieron añicos su futuro. Su madre nunca pudo reponerse del suceso y se sumergió en una depresión. El padre tenía el seguro de riesgo vencido desde hacía dos meses y el estado no le otorgó una pensión por considerar que había incurrido en una negligencia. Como no tenían dinero para pagarle a un buen jurista, solicitaron asistencia letrada estatal, pero un abogado sin demasiado entusiasmo dejó vencer los plazos. Y entonces tampoco tuvieron dinero para costear un servicio de salud y pasaron a formar parte de los cincuenta millones de personas que existían en el país sin un seguro médico. Y eso en Estados Unidos era casi lo mismo que decir que uno quedaba a merced de la nada. Salas de emergencia abarrotadas de gente, médicos contratados de hospitales privados que asistían de mala gana, pocos especialistas y ciento treinta mil puestos de enfermeras vacantes que intentaban ser cubiertos por practicantes traídos de la India o Nigeria que a duras penas entendían el idioma. Sin la debida atención para tratar su depresión, su madre empeoró. La internaron en el Bellevue, el hospital público más viejo de América. Pero la situación siguió complicándose y ya no disponían allí del equipamiento necesario para tratar su salud mental. Fue entonces que le indicaron que debía asistir a algún centro privado. Patrick consiguió trabajo como empleado en un comercio pero el sueldo apenas le bastaba para comer. Nadie pagaba demasiado por un joven de dieciocho años sin experiencia laboral. Luego de recorrer toda la ciudad y cuando Patrick se encontraba ya al borde de la desesperación, un volante llamó su atención.
¡¡Joven con vocación patriota, defiende tu país!! Buen salario, obra social y expectativas para tu futuro”.
Lo demás sucedió todo muy rápido. Un fuerte entrenamiento por la mañana y clases por la tarde. Patrick no era de los mejores en la parte física, tampoco de los más fuertes. Ni siquiera era rápido para vestirse o para limpiar sus botas. Cuando tomaron clases de observación a distancia, sus problemas se acrecentaron. Pero todo cambió cuando llegaron las armas. La primera vez que entró en contacto con una sintió que era bueno. Mientras sus compañeros luchaban por colocar las balas, el comandante asombrado miraba la rapidez con la que Patrick cargaba y descargaba su rifle de práctica. Luego vino el entrenamiento de tiro y allí comprobó que no era solamente bueno, sino que había nacido para ello. Podía acertar los diversos blancos disparando a grandes distancias sin ningún inconveniente. Pocos días después, su capitán le ofreció pertenecer al cuerpo especial de la armada y recibir la instrucción necesaria para convertirse en un disparador de élite, es decir, un francotirador.

***

  Matthieu era particularmente ahorrativo, sólo gastaba su dinero en viajes, comida y arte. Eso era todo para él. Pero ahora al frente de la cátedra de Metz contaba con un buen sueldo, y si bien no era para andar despilfarrando, sí podía darse algunos caprichos. No compraba artefactos eléctricos. No le interesaba la tecnología, como al resto de sus alumnos a los cuales a veces les tenía que pedir que por favor se quitaran los auriculares en clase o apagasen sus teléfonos móviles.
Nos pasamos la vida intentando consumir, pero jamás nos detenemos a pensar que somos nosotros los que nos consumimos”.
Apenas tenía un viejo celular Motorola que se lo habían regalado sus amigos cansados de no poder contactarlo y con el que jamás había mandado un mensaje de texto. Sólo lo usaba para recibir y realizar llamadas. Que ni siquiera eran tantas tampoco (para pedirle alguna referencia a algún colega de Sociología cuando tenía que complementar sus clases con datos estadísticos o quizás a sus colegas del departamento de Historia, con los que se juntaba para llevar a cabo una comisión de estudios).
Pasó por delante del Museo del Convento de San Esteban, bordeando la Plaza del Con- cilio de Trento, recordatorio de la Asamblea que el Papa Juan III convocó en el siglo XVI como respuesta para resolver el problema de la reforma protestante que estaba debilitando podero- samente a la Iglesia. En aquel Concilio se habían establecido diversos acuerdos, todos de una extrema dureza, como el dogma del pecado original, la existencia del purgatorio y la prohibición del concubinato de los eclesiásticos. Eso, junto con la Inquisición y las guerras de religión como las cruzadas, detuvo el avance del protestantismo, a la vez que marcó el período más oscuro de la religión católica.
“Invadir un país para encubrir los problemas internos”. Matthieu no pudo dejar de pensar en el carácter cíclico de la historia.
Mientras el viento golpeaba en su cara, apuró el paso. Lo que más le había atraído a la hora de hospedarse allí era que el hotel se encontraba en el centro histórico de la ciudad, desde donde podía movilizarse sin necesidad de ningún tipo de transporte más que sus piernas. El San Esteban era un lujoso hotel de cinco estrellas donde costaba 120 euros pasar la noche, un antiguo convento dominico reconstruido que sabía conservar el estilo y el lujo del siglo XVI sin perder de vista las comodidades actuales. Según la historia, Colón se habría hospedado en este convento cuando llegó a la ciudad para defender ante los geógrafos de la Universidad de Salamanca la posibilidad de llegar a las Indias navegando hacia Occidente. Su fachada estaba compuesta por la portada de la Iglesia, uno de los ejemplos más bellos del estilo plateresco. En su centro se representaba el tormento de San Esteban, el primer mártir cristiano. Esteban era un judío que en el primer siglo de nuestra era predicaba la noticia de Cristo resucitado y convertía al cristianismo a muchos de sus compatriotas. Al ver esto, los ancianos de las sinagogas comenzaron a discutir con él y fueron derrotados en sus discursos. Entonces lo acusaron por blasfemia de Dios ante el gran Sanedrín, que funcionaba como una corte suprema integrada por setenta y un sabios de Israel. Cuenta la historia que el santo se defendió pronunciando un discurso ante los miembros en el cual les echó en cara su eterna oposición ante los profetas y enviados de Dios e incluso los culpó de haber matado al más importante de todos, su hijo Jesús. Los que lo escuchaban se taparon los oídos lanzándose inmediatamente sobre él y entre gritos y empujones lo llevaron tras las murallas. Los verdugos le quitaron las ropas y se las dieron a un joven llamado Saulo, un enviado del Sanedrín. Luego de que este diera la orden, comenzaron a apedrearlo. Cuando todos pensaron que intentaría defenderse, San Esteban, con su cuerpo bañado en sangre, se arrodilló y mirando al Monte de los Olivos, donde Jesús había sido crucificado un año antes, dijo:
“Domine Iesu, suscipe spiritum deum”.
“Señor Jesús, recibe mi espíritu”.
Todos quedaron absolutamente maravillados. Se dice que fue tan impactante la escena, que hasta el mismo Saulo, un eterno perseguidor de los cristianos, comenzó a dudar de la supuesta inexistencia de Jesús.
Mientras Matthieu se acercaba por San Buenaventura hasta la intersección con San Pa- blo, sintió un leve escalofrío que le recorrió su espalda, que atribuyó al frío. Fue un instante. Luego se subió la solapa de su saco y se apresuró a caminar los metros que lo separaban del hotel.

***

Con sus binoculares, volvió a observar al sujeto de saco marrón que se aproximaba por San Buenaventura.

¿Cuatro millones de dólares por un disparo? ¿Qué tan importante era ese sujeto para valer tanto?, pensó Patrick.
Sigilosamente, tomó su bolso y se internó en la Plaza Carvajal hasta llegar a la Plaza de los leones. Desde allí tendría el tiro recto para cuando el sujeto ingresara hacia el lujoso hotel en donde se hospedaba. Abrió su bolso y extrajo su fusil M-16A2, el mejorado fusil estándar del ejército de los Estados Unidos. Aunque tenía capacidad para treinta balas de 5.6 mm., solía alimentarlo con solamente veintiocho, para evitar que el arma se encasillase. Pero en esta ocasión no iba a ser necesaria más que una. Contaba con un calibre de 5.56 x 45 milímetros y estaba mejorado con láser infrarrojo, reflector, visión nocturna y un cañón rugoso para una mayor sujeción. Desactivó la opción de medida láser, no se iba a permitir que ningún punto luminoso llegase a ser visto. Observó entonces las ramas del árbol. No se movían. Vio cómo se levantaba el polvo de la acera así como unos papeles. Estimó entonces un viento de 15 nudos del nordeste. Calculó la elevación del terreno. Los errores en la estimación podían reducir la fuerza del disparo o incluso hacerlo fallar completamente. Observó por su mira y recalibró el fusil. El sujeto no estaba a más de cincuenta metros. Tomó un cabestrillo y envolvió su brazo izquierdo para reducir el movimiento. A la distancia en la que estaba podía apuntar directamente a la cabeza sin posibilidad de error. Esa bala le volaría el cerebro. Pero no era la ocasión. Recordó cuando en situaciones de rehenes solía apuntar al cerebelo del adversario, la parte del cerebro que maneja los movimientos voluntarios, para impedir un último movimiento del sujeto. Decidió apuntar entonces al pecho, para dañar los tejidos y provocar la pérdida de sangre.
 Mientras el sujeto se disponía a entrar en el hotel, Patrick pegó su mejilla a la culata. Inspiró para reducir el movimiento. Colocó el dedo en el gatillo con la parte hacia atrás, para evitar que el arma se moviera. Cuando se disponía a apretar la palanca, escuchó gritos. A veinte metros, vio cómo dos niños iban corriendo por la plaza con la cara pálida y manchas rojas. Uno portaba una calabaza en su cabeza. Los dos llevaban bolsas en sus manos. Era 31 de octubre. Ya prácticamente primero de noviembre: Halloween. Nunca imaginó que en España también se festejase. En ese mismo instante el sujeto abrió las puertas del hall central y se perdió de vista. Refunfuñó. Pero como todo disparador de élite, tenía un segundo plan por si el primero fallaba. No podía esperar hasta mañana para terminar con el trabajo. La orden había sido estricta

“Tienes que realizar el trabajo durante el transcurso del día”.

Lentamente se arrastró por el pasto hacia atrás. Quería tener una mejor perspectiva del edificio. Había calculado que en el improbable caso de que errara el disparo, iba a tener una segunda oportunidad muy clara. La ventana de la habitación donde se hospedaba el sujeto daba hacia la calle. El mismo frente. Iba a ser un tiro con una complicación mayor ya que debía calcular la elevación del terreno. Pero nada que no pudiera realizar. El sujeto estaba en el segundo piso. Diez metros. En instantes debía estar en su habitación. Sólo debía esperar que se acercara a la ventana. Y las persianas estaban completamente abiertas. Si pretendía dormir sin que le molestase la luz de la calle, debía cerrarlas. En ese momento no fallaría.