Matthieu Phillipe se sentía feliz. No podía haber elegido un mejor
lugar en donde descansar del semestre pasado. La ciudad de Metz
había quedado muy atrás. Entre las conferencias y las clases no le
había quedado demasiado tiempo para distenderse. Es cierto que se
sentía a gusto lejos de Paris, enseñando Historia y Teología en la
Université Paul Verlaine de Metz, en el noroeste de Francia. Erigida
al lado del río Mosela, la ciudad de Metz era pequeña, pero
acogedora. Considerada la ciudad con más jardines por habitante de
Francia, Matthieu se sentía muy feliz corrigiendo exámenes en la
plaza de St Jaques. Cultural y arquitectónicamente era más que
atractiva. La Catedral de Saint Etienne con su fachada de cristal era
uno de los más bellos edificios góticos de Francia, con vitrales
realizados por el famoso Chagall y la ópera teatro, una de las más
antiguas de Francia. En sus creperías servían unas exquisitas
“galettes” con sidra. Matthieu jamás habría podido distinguir
una “galette” de un “crepe” de no haber estado en Metz. Cuna
de la dinastía merovingia, los antiguos habitantes de Metz habían
tenido que soportar grandes batallas:
Conquistados por Julio César en el año 50 a.C., el líder romano
los había estimado por su valor y fiereza en combate. En el año 451
de nuestra era, los hunos habían tomado Metz, masacrando por
completo su población. Se cuenta que Atila hizo pilas con los
guerreros germanos y colocó en picas la cabeza de los generales
romanos, obligando a ver cómo los cadáveres de sus defensores eran
profanados, al mismo tiempo que degollaba en el acto a las personas
que lloraban de dolor. Muchos siglos después, luego de la Guerra
franco-prusiana, Metz fue durante un tiempo anexionada por el Imperio
Alemán. Los germanos habían dejado sus marcas en la arquitectura de
la estación y la oficina de correos, pero los parisienses solían
desconocer su belleza. Decían que en Metz se hablaba un francés tan
extraño que les era difícil entender. Le criticaban su humedad y el
intenso frío.
“Puras tonterías”, pensó Matthieu.
Aunque a decir verdad, si no fuera por culpa de un singular suceso,
lo más probable hubiese sido que jamás llegase a apreciarla, como
el resto de los parisienses. Todo había ocurrido un par de años
atrás, cuando en una tarde como otra cualquiera, Matthieu estaba
dando clases de Teología en el Institut Catholique de París. Era
una conferencia abierta en la sala principal de convenciones acerca
del funcionamiento estructural de la Iglesia Católica. Mientras
comentaba la biografía del cardenal Tarsizio Bertone, actual
secretario del Vaticano y detallaba las distintas Congregaciones y
Consejos Pontificios, surgió el cuestionamiento.
—Profesor Phillips, yo tengo una pregunta al respecto —dijo un
joven a la vez que alzaba la mano–. ¿Cómo es posible que la
Iglesia Católica gaste tanto dinero en mantener la infraestructura
del Vaticano? ¿Por qué teniendo tantas riquezas en especies no
decide venderlas para así recaudar dinero y ayudar a los más
necesitados? —Matthieu sonrió—.
Era la típica pregunta que nunca faltaba en las clases
abiertas. Cuando dictaba cátedra a sus alumnos regulares todos estos
cuestionamientos estaban ya superados. Sabían que estudiaban dogmas
que se fundamentaban por sí mismos, porque dependían de la fe en la
revelación divina. Y por lo tanto, no había réplica posible. Pero
en cambio, en las charlas donde podían participar alumnos de otras
universidades, siempre existían algunos que se creían superiores a
sus profesores y por malicia (casi nunca por inocencia) realizaban
cuestionamientos de este tipo con el único propósito de detener la
clase para discutir e intentar demostrar que podían hacer
trastabillar a los catedráticos y poner en “jaque” las doctrinas
religiosas. Nada más lejos de la realidad.
—Sí, dime cómo es tu nombre —dijo Matthieu, sereno.
—Joseph —respondió el muchacho.
—Escúchame, Joseph, ¿tú vendes tus pertenencias para donarlas a
las fundaciones de caridad?
–No –respondió el joven.
—¿Por qué no lo haces? —interrogó Matthieu—. ¿No te da
pena ver a tanta gente en la calle?
—Sí —respondió Joseph—. Pero yo no soy católico, no debo dar
ejemplo.
"¿No eres católico? "¿Y entonces qué haces en esta clase?", pensó Matthieu. Cada vez estaba más convencido de que las clases
abiertas en vez de acercar la religión a la gente, la alejaban.
—Bueno, muchacho, eso no quita que tengas tus deberes como ciudadano
y tengas que cumplir con la comunidad.
—Está perfecto, crees que haces todo lo que un estado laico te pide.
“Uno a cero abajo”, pensó Matthieu. “A ver cómo reviertes
esto”.
—Dime Joseph, ¿qué estudias?
—Arte, muy bien. Entonces sabrás de pintura. Imagino que tendrás
una idea de algunas de las obras más famosas del mundo…
—Sí, claro —se adelantó el muchacho de manera inequívoca—.
“La mona Lisa” de Leonar- do, “Las meninas” de Velázquez,
“Retrato del doctor Gachet” de Van Gogh, “Le reve” de Picasso…
Matthieu sonrío. “Le reve”, “El sueño” de Picasso, un
retrato que el español pintó de su amante Marie-Thérése Walter en
1932. Tiempo atrás, todos los diarios del mundo se habían hecho eco
del increíble suceso que rodeaba a esta pintura. Había sido vendida
por su propietario, un magnate dueño de varios casinos en Las Vegas,
por la nada despreciable suma de 140 millones de dólares, lo que la
convertía en el cuadro más caro de la historia. El asunto era que
el empresario estaba mucho más capacitado en hacer dinero que en
cuidar de sus obras. La última noche que la tuvo en su poder y antes
de entregársela a su comprador, quiso mostrársela a sus amigos por
última vez. En un momento dado, el multimillonario levantó el brazo
para indicar un detalle y, al bajarlo, estrelló su codo contra la
pintura, haciéndole un agujero del tamaño de una moneda. Comentan
que al ver el incidente, se limitó a decir: “Miren lo que he
hecho. Gracias a Dios que el codo era mío”. Lo más sorprendente
fue que a los pocos días, expertos en el mercado del arte
coincidieron que tras el incidente, la obra podría valer más, luego
de la enorme repercusión que tuvo el insólito percance en todo el
mundo.
–Está perfecto –interrumpió Matthieu- veo que sabes acerca de
grandes cuadros. Ahora tomemos alguna obra al azar: “La mona lisa”
de Leonardo, o “Las meninas” de Velázquez, ¿sabes dónde se
encuentran?
—Por supuesto —afirmó el joven con seguridad-. “La Gioconda”
está en el Louvre y “Las meninas” en el Museo del Prado.
Los compañeros de clase comenzaron a mirar impacientes a Matthieu.
¿Qué tenía que ver ello con la pregunta del muchacho sobre las
riquezas de la Iglesia Católica? Un sujeto vestido con traje, de
cuarenta y largos años, cara regordeta y entradas, se encontraba
sentado en la última fila observando con interés la situación
mientras pensaba “Matthieu Phillipe se está metiendo en un terreno
pantanoso. Necesitará mucha más dialéctica para ganar esta
discusión”.
Matthieu se quitó las gafas. Al tiempo que su visión se ponía
completamente borrosa, disparó…
—Bueno, ¿tienes idea de lo que vale alguna de esas pinturas? Por
ejemplo, la de Van Gogh…
Joseph se sentía como pez en el agua en ese
terreno. El joven era un apasionado de todo lo referente al arte y su entorno, generalmente regulado en
partes iguales por el talento y las excentricidades. “El retrato
del Dr. Gachet” sin lugar a dudas era uno de sus cuadros
preferidos, precisamente por el halo de misterio que lo envolvía. En
él se apreciaba la figura de un sujeto con una gorra blanca,
sosteniendo su cabeza sobre su mano derecha, apoyado en una mesa.
Nada demasiado extraño, si no fuese porque este sujeto era Paul
Ferdinand Gachet, un prestigioso médico de la época y pintor
aficionado, que atendió al famoso artista holandés luego de que
este ingresara al manicomio de Saint Paul y después de haberle
entregado a la portera un sobre cerrado que contenía, según las
palabras del pintor “un recuerdo suyo”. En él no había otra
cosa que su famosa oreja, cuidadosamente lavada. Sobre el Dr. Gachet
se tejían diversos rumores: Que a Van Gogh le cobraba sus honorarios
con cuadros, que sólo posaba largas horas para él por simpatía y
también que se aprovechaba de su talento. Cuenta la historia que
luego de dispararse, Vincent Van Gogh sobrevivió durante dos días.
El Dr. Gachet fue a verlo, pero en vez de curarlo, lo dejó moribundo
en su cama. En cambio sí aprovechó esos días para robarle una gran
cantidad de cuadros del artista que en vida jamás había logrado
siquiera unos pocos billetes por la venta de alguno de ellos. En
1990, un millonario japonés apellidado Saito compró la pintura del
Dr. Gachet por la friolera cantidad de 82 millones y medio de
dólares. Pero Saito sentía repulsión por el fisco de su país, que
le cobraba 25 millones de dólares anuales en concepto de impuestos
por sus ganancias. Luego de adquirir el cuadro, el empresario declaró
que lo adquiría para “contemplarlo tranquilamente durante un día
y después encerrarlo en un almacén para que nadie pudiera verlo,
con la orden de que fuese quemado a su muerte, para evitar así que
sus hijos lo heredasen y debieran pagarle impuestos al fisco”. En
el año 96, Saito murió de un infarto, luego de una serie de
problemas financieros. Y nadie jamás supo qué pasó con el cuadro.
Su hijo declaró que se trataba de un asunto privado y no quiso
realizar más declaraciones. Por su parte, el Metropolitan Museum de
Nueva York organizó una muestra sobre el gran pintor holandés, pero
no consiguió encontrar el retrato de Gachet y anotó en el catálogo
de la muestra: “Ubicación actual, desconocida». Jamás volvió a
saberse de él.
Entonces el muchacho comenzó a hablar. Tenía en su voz una
seguridad propia como si fuese un pintor hablando de los colores
primarios.
—Por ejemplo, “Retrato del Dr. Gachet”, fue vendida en más de 82
millones de dólares, Number Five de Pollock fue adquirida recientemente en 140 millones,
“Le reve” de Picasso ha
sido…
—Bien —sentenció Matthieu-, está más que
bien, Joseph. ¿Y “Las meninas” o “La Gioconda”?
—Bueno, pues esas son invaluables. De hecho, no creo que estén a la
venta.
—¿Por qué? —inquirió Matthieu.
—Me imagino que los museos del Prado y del Louvre tendrán
restricciones en su reglamentación.
—Ajá. —acotó Matthieu-. Pero fuera de ese tipo de
reglamentaciones internas que suponemos que deben tener los museos
para comercializarlas, ¿por qué crees tú que no las venden? O
mejor, ¿cuál será el objeto de esas reglamentaciones?
—Supongo que para preservarlas como patrimonio cultural de la
humanidad.
—No lo dudo —aseguró Matthieu—. Pero como fin económico, ¿no
sería mejor venderlas y obtener cientos, o quizás miles de
millones de dólares que pagaría algún magnate?
—Tal vez, porque si se desprendieran de ellas entonces ya los museos
no serían lo mismo. No iría tanta gente como ahora, perderían fama
y prestigio y también, a la larga, un rédito económico mayor que
el que les supondría el dinero por haberlas vendido...
El resto de la clase dejó de observar al joven y posó sus ojos
sobre el profesor, como si estuviesen siguiendo la bola en un partido
de tenis. Estaba claro que era una discusión que había tomado un
tinte de importancia mayúscula y de la cual ahora ninguno de los dos
quería dar marcha atrás.
“Licenciado en Teología acorralado por las respuestas de alumno
ateo”. El catedrático parecía perdido dentro del laberinto que él
mismo había entretejido. ¿O no?
Matthieu Phillippe volvió a observar con nitidez las caras de sus
alumnos al colocarse nuevamente las gafas. Estaban todos
observándolo, expectantes. Entonces habló.
—Es cierto, Joseph, yo también creo que esos museos deben tener
restricciones internas. También creo que esas restricciones están a
la par de su interés económico. Es más, creo que esas
restricciones son para preservar sus finanzas. Ganan más dinero
anualmente por la exposición de sus obras que el que podrían
obtener si las vendieran. Es un simple negocio. Ahora, traslada esas
conjeturas al plano religioso. Tú dices: “La Iglesia Católica
posee propiedades por miles de millones de dólares, o sólo malgasta
dinero en mantener su infraestructura”. Y es cierto. Gastan
millones de dólares en eso. Pero... ¿sabes qué? —Matthieu clavó sus
ojos en los del joven—. No debes verlo como un gasto, sino como una
inversión. Suponte que vendan su patrimonio por completo. Joyas,
obras de arte, propiedades, todo. ¿Cuánto dinero recaudarían?
Miles y miles de millones, no hay duda. Ahora bien, ¿qué podrían
hacer con ese dinero? ¿Ayudar en la investigación de, por ejemplo,
la vacuna contra el sida? ¿Lo destinarían para abrir comedores en
todo el mundo? ¿Intentarían paliar la pobreza en África? Pues
bien, esas son simples utopías. No se acaba con el hambre en todo el
mundo por fundar comedores y no se le pone fin a la pobreza en África
por donar cientos de millones, lamentablemente. Sólo es como
intentar ponerle un vendaje a un dique que se está reventando. No
sería una solución, siquiera tan sólo momentánea. Hay que ir a la
raíz. ¿Alguna vez has oído que el que tiene poder no necesita
usarlo y que tan sólo le basta con mostrarlo para legitimarlo? Y
para llegar a la raíz hay que tener poder. Poder de persuasión,
poder político y también poder económico. Poder para costear
viajes, poder para hacer publicidad, poder para llegar a más lugares
y más personas. ¿Qué pasaría si se vendiera el Vaticano? Bueno,
pues sin lugar a dudas, ese poder terminaría. Y con él también se
acabaría una gran obra milenaria.
Los ojos de los muchachos de todo el curso se voltearon esta vez
sobre Joseph. El sujeto canoso del fondo se acomodó sobre su
asiento, sonriendo.
“… Y con él también se acabaría una gran obra milenaria”.
Tras estas palabras, Matthieu Phillipe quedó con las manos abiertas,
como si fuera un predicador. Una sensación placentera le recorrió
el cuerpo. Sentía que le habían salido justo las palabras que había
pensado, lo cual no era nada fácil. La pérdida que existía en la
transposición entre el pensamiento y el lenguaje era lo que más
preocupaba a los lingüistas. Pero su sosiego duró un instante.
—Profesor, concuerdo con usted. Pero no le parece que…
Daba la sensación de que Joseph no se iba a dar por vencido. Era un
hueso duro de roer. “¿Con qué saldría ahora?”, pensó
Matthieu.
Entonces se pausó. Cuando pensó un instante lo que iba a decir,
volvió a hablar.
—Sí, sí, tiene razón, profesor, nunca lo había visto de ese modo.
Muchas gracias.
Las palabras “tiene razón, profesor” y “gracias” en una
misma frase eran demasiado para Matthieu. Un profesor rara vez
escuchaba un “tiene razón” de parte de un alumno y no recordaba
que alguien le hubiera agradecido por darle una respuesta. “Es un
muchacho educado, tan sólo algo insistente”, pensó.
Matthieu continuó la clase explicando el organigrama eclesiástico.
Luego dejó algunas fotocopias y se despidió de los alumnos. Aquella
vez se había ganado el respeto de toda la clase. Lo que no sabía
era que se había ganado el respeto de alguien más…
Mientras cerraba sus libros y terminaba de tomar algunos apuntes para
preparar la clase
siguiente, el señor de la última fila caminó hacia él, sin que
Matthieu se diera cuenta. Al llegar al banco, le estiró la mano.
—Felicitaciones, profesor, ha sido una clase muy interesante.
Matthieu lo miró sorprendido. Era extraño ver a alguien de edad en
la facultad.
—Gracias, es la primera vez que lo veo en una de mis clases. ¿Qué
carrera cursa usted?
—Ja, ja, no —rio el sujeto. De hecho hace bastante que no tomo una,
aunque debería hacerlo. Hace bastante que me doctoré en
Sociología.
—Ah, muy interesante. ¿Cómo es su nombre?
“Luc Johann. Le sonaba ese nombre de algún lado”.
-Me suena mucho su nombre. ¿Trabaja en algún instituto o
universidad…?
—Sí, claro, en la Université Paul Verlaine de Metz —sonrio—. Si
me permite, Phillippe, he estado leyendo sus obras como historiador y su currículo. Vine
especialmente a París para presenciar una clase. Y es justo el
hombre que busco, sin lugar a dudas. ¿Le interesaría estar al
frente de la cátedra de Historia o Teología en la Universidad de
Metz?
El ofrecimiento lo tomó de improvisto, por lo que Matthieu se quedó
paralizado.
—Disculpe, ¿tiene autoridad suficiente como para ofrecerme eso?
—Sí, creo que sí —afirmó el individuo—. Por lo menos hasta hace
un par de horas que estaba sentado en mi despacho de la universidad,
era el presidente.
Matthieu Phillipe no era muy sagaz para promocionar sus dotes ni tampoco era
un gran orador, pero de ninguna manera era estúpido. Se sentía
cómodo enseñando Teología en el Institut Catholique de París,
pero era profesor ayudante. Tener una cátedra propia a los cuarenta
y seis, aunque más no sea en la pequeña ciudad de Metz, era todo un
desafío para él. Lo demás sucedería muy rápido. En un par de
semanas se encontró armando sus maletas y poniendo en alquiler sus
dos ambientes en el Quartier Latin. Se despidió de su simpática
vecina Rita, sabiendo que iba a extrañar la rica Creme Brulée con
fresas que preparaba. No tenía mucho más que extrañar. No desde la
separación de Nicole.
Un extraño acento lo trajo a Matthieu de nuevo a tierra.
—Oiga, señor, ¿desea comer algo más? Le aviso porque ya estamos
cerrando la caja.
—¿Algo más? —Matthieu miro su mesa. Aún quedaban restos de la exquisita morcilla de Burgos a la plancha
que había acompañado con un tinto Blasón de San Juan. Pidió la
cuenta mientras se metía un último bocado de la tarta de quesos con
pasas. Aquí sí que se comía en cantidad. No como en Francia, con
sus pequeños y costosos platos.
—Gracias por haber estado en Vino Diario, lo esperamos nuevamente —dijo un mozo barbudo, retacón y con cara de feliz luego de
recibir la abundante propina.
Matthieu se levantó de la manera que pudo, sintiendo que había
engordado cinco kilos solamente en su primer día. “Si el resto de
la semana es la mitad de entretenido que el primer día, quedo más
que conforme con estas vacaciones” –se repetía para sus
adentros, al tiempo que se calzaba su saco color marrón y salía del
restaurante, sin tener la menor idea de lo que el destino le iba a deparar.